Ayer, 26 de diciembre, fui al Teatro Helénico a ver la obra de John Logan. Todo apetecía y nada decepcionó: el tema (el pintor expresionista abstracto Mark Rothko), el actor protagónico (Víctor Trujillo despojado de su peluca verde), la compañía (la mía, no la de teatro).
El tema de la creación artística es fascinante. ¿Cómo nace un cuadro en la mente de un pintor? La pregunta es más inquietante si el cuadro es abstracto. ¿Qué se busca provocar con un rectángulo negro sobre un fondo rojo? El propio Rothko/Trujillo y su asistente Ken/Alfonso Dosal lo responden en un diálogo interesante: mientras una pieza representacional (digamos, que muestra un paisaje) permanece igual si le mira durante un minuto o tres horas, un cuadro de Rothko se mueve, palpita conforme el espectador lo observa/absorbe. Y justo en esa cualidad «dinámica» pone el creador su apuesta artística: espera que el público de su obra se comprometa, entre en un diálogo con ella. ¿Pero dónde están los observadores dispuestos a ello? Ahí radica la tragedia: ni el comprador de «cuadros de chimenea» ni el que pide una pieza naranja para decorar un comedor igualmente naranja ni el que mira de reojo la pintura que cuelga en un restaurante merecen el arte… aunque puedan pagarlo.
Esa polaridad entre el «arte por el arte» y el «arte como objeto de consumo/modus vivendi» permea la obra toda y establece un contrapunto con la visión del arte pop, en boga justo en los años en que se ubica Rojo: 1958-1960. Y esa misma tensión lleva a que a más de 24 horas de haber visto la puesta en escena siga cuestionándome si es posible conciliar ambas posturas.
La dirección de Lorena Maza me pareció limpia y la actuación de Trujillo me convenció, mientras a Dosal lo sentí simplemente «cumpliendo». Eso sí, merece un aplauso especial la selección musical y el trabajo de iluminación (sobre todo en la escena final).