«TE DIGO VUELVE Y NO HACES LO QUE TE PIDO»

Mi papá cumple cuarenta años de estar muerto, de haberse fracturado en un segundo específico y continuar muriéndose a cada rato, porque se ausenta un poco más cuando me urgen, y no tengo, sus manos bruscas y de luna en lleno. Se me muere dos veces al día si el miedo es una costra sobre mi pecho; luego pasan semanas sin pensarlo, pero está presente en la ausencia. Me mira desde la foto en mi cuarto. Después vuelve a carecerme, quiero preguntarle algo, aunque en realidad nos falta al mundo y a mí: las noticias serían un poco mejores si él siguiera respirando. Hace tanto olvidó hacerlo. «Te digo vuelve y no haces lo que te pido», señala la poeta Mary Jo Bang.

            Su cuidado me cinceló minucioso. Siempre corría, pero el tiempo conmigo era incompatible con la prisa: sin protestos trenzaba en mi pelo un apapacho, jugaba canicas con Fernando y conmigo. Médico, compró un microscopio para arracimarnos los tres en torno a una gota de sangre, las patas de un grillo, el agua de un charco. Anoche, mientras dormías, fui a Júpiter a pelear contra nueve dragones; los derroté con un cuchillo del tamaño de la puerta, me decía. Y qué lástima, mis compañeros de escuela: sus papás roncando, mientras el mío salvaba a la galaxia.

            A estas alturas no sé bien cómo era el trato diario con él. Quizá exagero y construyo a un personaje irreal: sería lógico, si cada día más se desmorona, su perfil se reblandece. La memoria selectiva le ha borrado defectos, mi amor lo distorsiona, pero un par de certezas murmuradas me otorgan solidez en la médula: con sus cuentos fomentó mi devoción por la literatura. A mis nueve o diez años dijo en la mesa familiar —causó urticaria en mis hermanos— que jamás me pondría objeción para comprar libros, sólo pedía que le contara uno por uno. De ese modo fue moldeando a esta lectora troglodita: décadas más tarde aún brindo por quien me regaló un sentido de vida a través de las palabras. Además creyó que la flaca que hacía versitos podía llegar a ser escritora. Me hice una carrera en las letras y aquí estoy gracias a ti, papá. Ya tengo dos años más que tú.

            Como se fueron mis hermanos y mi madre, nadie refuta lo que narro sobre él. El pasado es un Big Bang riguroso: la tenue orilla se aleja y aleja del centro, porque cuando creo recordarlo, en realidad lo invento. “Sería raro que la memoria no me traicionara, la memoria se dedica a eso, a engañar”, escribe Rafael Pérez Gay en Todo lo de cristal. Sin embargo, es verdaderísimo decir que hoy, a 14,600 días de su muerte, lo extraño de forma muy grande. Como un elefante.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora, en el periódico mexicano La Razón; foto: mis papás de novios, alrededor de 1947).

POR SI UN DÍA ME QUEDO CIEGA

Por ahí de 2017, mi Fernando Rivera Calderón conducía el programa La Hora Elástica, por TVUNAM; yo llevaba la sección “La palabra es drújula”. Una vez tuvimos como invitado al tenor mexicano Alan Pingarrón; es talentoso y divertido. También es invidente. Fuera del aire, Fer, Luisa Iglesias, Óscar de la Borbolla, Pepe Gordon o yo decíamos ¿no ves que me equivoqué?, mira qué bien o, al terminar, nos vemos pronto, sin calcular la desmesura de lanzar frases así ante quien carece de vista. El primero en reírse era Alan: «caray, está difícil que lo vea». Me fascinó su impudor. Mi admirancia por él se fue al doble al constatar cómo no se toma en serio (por cierto, acabo de oírlo en la Gala de Ópera de Fundación UNAM y qué suntuosa voz, llena de matices); entiende que la desgracia admite explorar el autohumor, frecuentar el sinsentido como otra forma de asomarse a la realidad.

            Así quisiera reírme si un día amanezco ciega. Y lo mío no es azote gratuito sino, tal vez, futureo realista: desde niña tengo una miopía no domesticada, majadera, en aumento porque mi trabajo de escritora implica acribillarme los ojos frente a la computadora. Quiero mantener presente la ironía si mis ojos fallan muchísimo y una amargura insociable e insaciable quiere imponerse en lo que vivo. Lo que escribo.

            Durante los ochenta, Nora Ephron dio a conocer la implacable novela Se acabó el pastel: Rachel, escritora, madre de un niño y embarazada de siete meses, cacha a su marido infiel. Fue la catarsis de la también guionista de Cuando Harry conoció a Sally para enfrentar con gracia su propia historia: su esposo era Carl Bernstein, ganador del Pulitzer, uno de los periodistas que destaparon el caso Watergate. Cuando supo que Bernstein se encamaba con una conductora de la BBC, Ephron y él tenían un hijo, más otro en camino. Tras patalear aplicó el autoescarnio. Al inicio de la novela, la embarazadísima y casi cuarentona protagonista dice en su terapia de grupo: «Lo más injusto de todo es que ni siquiera puedo salir con un chico». Atravesar con risa un hecho doloroso es el colmo de la lucidez. Me recuerda que, cuando Borges enseñaba en la universidad, hubo un conflicto; los estudiantes pidieron a los maestros suspender labores. Como él no quiso cancelar la clase, le cortaron la luz. Ácido y rápido reviró: «Se equivocaron, tuve la precaución de ser ciego». Y siguió hablando.

            Decía: si me quedo en negros espero ser capaz de hallarle el lado cómico. De mientras me burlo de mi pasmosa antidestreza culinaria, lo inepta que soy ayudando a mi hija en manualidades, la ridiculez de que no pueda conciliar el sueño sin tapones de oídos y antifaz, la cerrazón mental que me impide entender el futbol americano además, claro, de este rebotar por la vida como el ultramiope Mister Magú.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora, en el periódico mexicano La Razón; imagen: perkins.org).

LA FE = FÁBULAS, CRUELDAD, MACHISMO

Entre los pasajes más perjudiciales de un libro, en toda la historia occidental, sin duda figura éste: “La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio. Porque Adán fue formado primero, después Eva; y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión. Pero se salvará engendrando hijos, si permaneciere en fe, amor y santificación, con modestia” (1a epístola a Timoteo, cap. 2, Nuevo Testamento).

            Sobre ese párrafo altivo, escrito hace unos 1900 años, se levantó un edificio patriarcal, inamovible hasta hoy, que toma al pie de la letra una carta del primer siglo de esta era: no la lee como un texto empapado de su época, sino aplica literalmente sus preceptos. Sería tan absurdo como extraer pasajes de Don Quijote de la Mancha (la primera parte salió en 1605) y que millones recorrieran el mundo en 2024 vestidos como caballeros andantes en busca de «fermosas damas» desventuradas. La diferencia es que la actualidad del primer texto no se cuestiona. Sería pecado.

            Está bien documentada la violencia de género entre católicos. Lo relativamente nuevo es señalarla entre protestantes, sean tradicionales (bautistas, presbiterianos, metodistas, menonitas) o de nuevo cuño (pentecostales e independientes). También aquí azuzar el miedo y fomentar la culpa abona al control de niñas y mujeres a lo largo de generaciones: quienes tienen vagina concentran la vileza. Pongo un ejemplo reciente que denuncia desde la literatura. La novela Ellas hablan (Sexto Piso, 2020), de Miriam Toews, canadiense de origen menonita, parte de un caso verídico de violaciones en una comunidad religiosa de ese credo en Bolivia, en los 2000; fue llevada al cine por Sarah Polley (2022). El contexto de ostracismo explica todo: las familias viven aisladas (a siete horas de la ciudad) y jamás salen de la colonia, dirigida por un obispo. Por décadas, las mujeres analfabetas han aprendido a ser mudas, “como siervas obedientes… [como] animales». Así lo pidió Pablo de Tarso en el Nuevo Testamento. Están «magulladas, infectadas, embarazadas, aterradas, locas y algunas muertas». La asfixia mental y emocional del sistema religioso sobrepasa toda lógica. Una de las víctimas de violación tiene sólo tres años.

            Añado algo personal: cuando tenía 17 años entré a una iglesia protestante. Estuve ahí casi una década. Palpé la discriminación femenina y supe de conductas sexuales de los líderes (siempre hombres) opuestas a lo que exigían de los feligreses. Nadie me lo contó. Y ahora que vi en Netflix el documental La oscuridad de La Luz del Mundo, sobre el violador mexicano Naasón Joaquín García, «apóstol de Jesucristo», encuentro el mismo patrón machista, perverso.

            Cuánto daño hace aún lo dicho por ese pasaje de Pablo de Tarso. En Ellas hablan, alguien sostiene que el templo de la fe lo sostienen las fábulas y la crueldad. Es un edificio criminal. Que no se olvide.

Originalmente publicado en mi columna La Utora en el periódico La Razón.

Aguas, RAE. Ahí te voy.

En la escuela fui una nulidad en atletismo y matemáticas, pero sentía un gusto fosforescente al poner distancia con la lengua que uso a diario (o ella me usa a mí), para preguntarme por qué hablamos como lo hacemos: las etimologías me volaron la cabeza. Veneré a Isidoro de Sevilla, a Joan Corominas. Cuando supe que hemorragia, hematoma y anemia vienen del griego «háima, háimatos», que significa sangre, sentí como si me presentaran a la parentela de esa voz primera. Fue emocionante intuir luego que hemático y hematoma proceden de la misma familia. Sabía que acuerdo implica un arreglo, pero la expresión se me pobló de sentidos al aprender que viene de «cor, cordis», corazón: se precisa voluntad para llegar a un pacto. Del mismo origen procede recordar, verbo que alude a guardar en la memoria algo querido, tenerlo presente.

      Soy escritora, las palabras son mi obsesión, mi materia prima. Y hermana. Me gusta desmembrarlas para ver qué tienen por contar, rastrear los inicios de un vocablo, identificar a sus allegados. También voy por la vida coleccionando los significados falaces, inventados, que sugieren expresiones cotidianas. Las definiciones que siguen integrarán un día mi diccionario particular, con guiños a Ramón Gómez de la Serna. Aguas, RAE.

DESFALLECER: sacarle un bendito sustazo a alguien, porque uno acaba de regresar de entre los muertos.

RONRONEAR: acción de empinar con vigor y rigor vasos de ron, sin pausa.

ARRUMBADO: persona que tiene una inclinación muy acusada a bailar rumba.

CONVIDAR: compartir con alguien un bien básico para la existencia. Por ejemplo, pasitas con chocolate.

DESGASTADA: estufa que se quedó sin gas. Ni un poquito.     

PEZÓN: animal marino descomunalmente grande.

APANTALLAR: efecto de pasar tanto tiempo ante un monitor que las ideas adoptan forma cuadrada y plana.

RE[A]SIGNACIÓN SEXUAL: se dice del hecho de que una persona no se resigne a la identidad genérica que le tocó en suerte y decida activamente por otra.

DESOLLAR: privar por la fuerza a alguien de la vasija en la que pone a cocer sus alimentos.   

INODORO: lugar que no huele a nada. A nada de nada.

DESARRAIGADO: persona o vegetal que fue arrancado de su lugar de origen, razón por la cual anda con las raíces al aire.

PAPA FRITA: tubérculo rebanado y pasado por aceite caliente, que al servirse tiene una temperatura inferior a la deseada.

EMBOSCAR: llenarse los ojos de árboles. De bosque, pues.

POSTRACIÓN: tenderse de costado, a consecuencia de la ingesta desmedida de postres.

INHUMAR: procedimiento que permite liberar el humo que vivía dentro de una persona o mascota recién fallecida.

PERRILLA: hembra de can, de tamaño minúsculo, que un día se aloja en tus pestañas y en ese instante se vuelve descomunal.

EXTRAVAGANCIA: condición de quien, por un sesgo divino, disfruta de una dosis suplementaria y envidiable de vacaciones.

NARCOIRIS: forma como se ve el horizonte inmediatamente después de una lluvia de balas.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora, en el periódico La Razón; imagen: recetasgratis.net).                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                            

ÉSTE ES MI TALLER DE ESTRÉS

Un año más de sufrir por gusto puro. Uno más de torturarme a la semana. Trece de saber en el cuerpo que tiendo a los extremos y persigo el centro. Que nunca voy a dejar de perseguirlo. Tampoco alcanzarlo, pero me acerco.

            En mi balanza incómoda, un plato es la yo que sabe atascarse de planes, de retos que supuran adrenalina; en el otro, ésa que tan bien conozco, la que demanda silencio, serenidad. «De perto, ninguém é normal». Lo adivina y lo dice cabal Caetano Veloso en esa rara canción, «Vaca profana». Podría traducirse «visto de cerca, nadie es normal». Conmigo es más cierto, es muy más cierto: soy frontal y furtiva, ansiosa y calma, todo me repele, todo me enamora y me voy de boca. Pero en 2011 conocí el yoga, mi taller de estrés (que es cuatro, muchas veces), mi carpintería y mi té de frutas. La palabreja significa «unión», concilia lo distante, es arregladora, por eso cada semana voy de vuelta al tapete, al patíbulo, al martirio, a poner a conversar mente y torso, a limpiar las telarañas entre ambos.

            La verdad es que la práctica me choca, pero al terminar recupero mi espalda, la siento de nuevo flexible y guapa. Podría hacerle una fiesta sólo por eso. Además me saca un rato de mi mente, la que sobrepiensa, la desmesurada. Qué lujo: una hora sin esta neura, sin el ruido mental, sin el aire grueso. En cambio me centro en la respiración, esa maravilla que tanto olvido.

            Nunca me meteré a un concurso de yoguis: las figuras perfectas no son mi meta, tampoco pararme recia en las manos. Sí lo es lograr ese equilibro quieto mientras sostengo una postura de asfixia. Recuerdo que soy un cuerpo, que centímetro a centímetro aprendo a ser flexible. Por un rato solamente estoy aquí.

            Ya he hablado antes en esta columna de las similitudes entre mi oficio de escritora y la práctica de yoga. Ambos exigen constancia, administrar el aliento, competir sólo contigo. Hay que tomarlos en serio, con rigores, apostar como si no hubiera riesgo y, sí, puedes estancarte, aburrirte. Pero luego chance des un estirón. Por eso no paras, no te das el lujo. Tanto el trabajo interior como las letras piden una cadencia que es intuitiva: existe un ritmo por descifrar, acentos, ampollas, tartamudeo y seducción, «bailar como si no hubieras ensayado», según decía el dios de nombre Fred Astaire, que primero dominaba la técnica, para flotar ya dejado a su aire.

            Lleno botes de basura con poemas, pero sigo en el intento de aquel verso. Me imagino que tal vez un día llegue. Intenté por años el trikonasana; un día, no sé cómo, al fin le entendí. Y está lo superior: buscar la belleza, creer que de mis dedos y de mis piernas podría surgir algo sublime. Sutil. Nomás por eso sigo necia en ambos. Nomás por eso son mi vicio feroz.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora, del periódico La Razón).

LOLITA, EN LAS COSTURAS

1. Desde pequeño, Vladímir Nabokov (San Petersburgo, 1899) hablaba ruso, inglés y francés. Era un muchacho cuando la familia dejó su tierra, por la Revolución bolchevique. Mientras huía de la Segunda Guerra Mundial fue desarrollando su trabajo literario a saltos entre Francia, Alemania y Estados Unidos; a ese país, detonante en su historia, llegó en 1940.

2. Devino una especie de bandera para otros colegas expatriados. La robustez de su obra justificó el desaliento de quienes fueron arrancados de costumbres, barrio, comida, idioma. A él en particular le afligía abandonar su oficio en ruso, para ver si podía dominar el inglés y convertirlo en su lengua de escritura, esquivando sentirse un impostor.

3. Cuando era niño, su tío Vasili Rukavíshnikov solía sentarlo en el regazo para murmurarle indecencias y acariciarlo. Aunque era incómodo para el chico, algo le gustaba de los tocamientos, que se prolongaron durante cuatro años.

4. Ya adulto, viviendo en París, tuvo «el primer estremecimiento» de Lolita, su novela más reconocida. Era 1939 cuando vio la noticia de un mono que, enseñado a dibujar, había hecho su primera obra: esbozó los barrotes de la jaula. Nabokov fue capaz de absorber la tragedia.

5. Hizo una recombinación ficcional del episodio del simio, junto con la vivencia del tío, en El hechicero, cuento en ruso sobre un centroeuropeo que ansía a una niña francesa. Fue el primer esbozo de la nínfula.

6. Viviendo en Estados Unidos, ya durante el desarrollo de Lolita y muy refunfuñado por su inglés tieso, por las metáforas descalabradas, un día arrojó el manuscrito al fuego. Pudo rescatarlo Vera, su esposa, quien lo había transcrito varias veces y con frecuencia elegía algún término mejor. Gracias a ella conocemos el libro, publicado en 1955 en Francia (las editoriales gringas lo rechazaron, por miedo a la censura).

7. El lugar creativo del autor era el baño. Pequeñito. El espacio más tranquilo del departamento. Pero cada tanto le era indispensable cortar la narración para que lo usaran su hijo o esposa.

8. Le repelía la vulgaridad del estadounidense común, rasgo evidente en el juicio satírico de Humbert Humbert hacia Charlotte Haze. Cuando la novela le dio éxito comercial dejó ese país para mudarse a Suiza: Véra se hizo aficionada al lujo, él se puso a escribir en paz hasta su muerte, en 1977.

9. Si no has leído Lolita date ese regalo turbador, sutil, que transpira humor y estalla de belleza verbal. Es tan sonoro que no se cree, literatura marinada al punto.

10. Si ya la leíste y te interesa el tema, recomiendo Un revólver para salir de noche, de la checa-española Monika Zgustova (Galaxia Gutenberg), que acabo de terminar. Aporta sustancia sobre la relación entre Vladímir, su esposa y otras mujeres, los amores frustrados que él deja entrever en Lolita, así como el rol de Véra en la trascendencia del escritor.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora en el periódico mexicano La Razón).https://www.razon.com.mx/opinion/columnas/julia-santibanez/lolita-costuras-560258

HAY PAN PARA HOY

Si al empezar 2023 me hubieran dicho que mi hermana moriría en junio, quién sabe cómo hubiera transitado los primeros meses del año. Es más, no tengo idea qué cuerdas internas he jalado para ser funcional desde entonces, aunque llore a cada rato porque la extraño, igual a mamá y a Fernando, las ausencias de mi núcleo que se amontonaron desde 2019, el último hilo con la infancia. También ignoraba que mi novio iba a enfrentar en agosto dos operaciones que lo tendrían grave, hospitalizado durante un mes. La angustia como una calza de mi talla.

            Cuando lo pienso me da miedo el futuro, pero para ser justa no todo fue dañoso en esos meses: mi hija, espléndida, acaba un ciclo como estudiante. Me fascina atestiguarlo, verla recia; Juan Pablo ya está fuera de peligro y nos besamos con frecuencia; mi familia es un abrazadero de solidez; estoy arropada, tengo salud, disfruto la soledad. Tanto la terapia como el yoga ayudaron a remontar las crisis, peleo menos con quien voy siendo. Tengo cerca a mis amigas y amigos de vida, la poesía es aún eje de todo, disfruto enormidades la chamba. Nada de esto es poca cosa; el conjunto resulta un desborde de gratitud.

            Llegué a los últimos días del año con fracturas mayores, pero de algún modo entera. Aprovecho las vacaciones para hincarle el diente a Ayer, de Agota Kristof, escritora húngara nacida en 1935, que a los 21 debió exiliarse en Suiza. La novela, muy breve, revela la tensión chirriante entre el impulso vital humano y la desesperanza más acre. En una escena, mientras un niño de seis años contempla el cielo se le acerca un hombre maduro:

—Pequeño, vengo desde muy lejos. Dime, ¿por qué miras la luna?

—No es la luna —respondió el niño, molesto—, no es la luna lo que miro, es el porvenir.

—Yo vengo de allí —le dije, bajito—, y no hay más que campos muertos y fangosos.

—¡Mientes, mientes! —gritó el niño—. Hay dinero, luz, amor. Y jardines llenos de flores.

En 2024 me gustaría conciliar ambas posturas: la adulta consciente de que mañana puede venir la avalancha de lodo, de tierra seca, y al mismo tiempo la niña que espera luz y flores. Sin ingenuidad quiero concentrarme en lo segundo, por un necio «optimismo de la voluntad» (la expresión es del poeta Luis García Montero). Espero lograrlo.

            Y además confirmo las palabras de Joaquín Sabina: «Ahora que estoy más viva de lo que estoy, / ahora que nada es urgente, que todo es presente / que hay pan para hoy». Sí, en la mesa de fin de año me faltó gente clave, pero conté con pan y vino para brindar porque tuve su compañía.

Gracias muy netas por leerme en este arranque. Que el nuevo ciclo llegue hinchado de bienandanzas para ti.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora; imagen: yapa_panaderia / IG).

LA SABROSA BIOGRAFÍA DE NUESTRO IDIOMA

Con frecuencia abro el Quijote al azar y me sorprenden giros que adoptaría a diario, como «decir callando» (hablar en voz baja), señalar unos «sombrosos árboles» o describir cómo un estudiante suele ser tan pobre que tiene «falta de camisas y no sobra de zapatos». En la misma centuria, Juana Inés de Asbaje escribía en la Nueva España: «Cuando la felizmente estéril para ser milagrosamente fecunda, madre del Bautista vio en su casa tan desproporcionada visita como la Madre del Verbo, se le entorpeció el entendimiento y se le suspendió el discurso». Casi no doy crédito de la belleza del discurso y también de que, en cientos de años, nuestro idioma poroso siga conectando a quienes habitamos los 16 países de Hispanoamérica. Se trata de «la mayor vastedad geográfica en que un ser humano puede desplazarse sin cambiar de lengua materna y caminando […] a lo largo de poco más de 11 700 km en línea recta, desde el río Bravo hasta la Tierra del Fuego, una persona hispanohablante nativa puede atravesar fronteras […], comunicarse y hacer su vida diaria usando siempre la misma lengua: el español. Tal situación no se repite en ninguna otra área del planeta».

            Lo leo en un libro delicioso para quienes amamos escándalmente la historia de las palabras: Hablar y vivir en América, coordinado por Concepción Company Company (El Colegio Nacional / UNAM, 2023). Son 13 ensayos para un público amplio, sobre el nacimiento del español de este continente y su desarrollo hasta el siglo XIX: cómo las formas orales de andaluces, extremeños, castellanos, gallegos y catalanes (feliz mescolanza llegada a América) entraron en contacto con idiomas amerindios y con los de esclavos africanos, barullo que le dio temperamento único a nuestra habla. Temperatura propia.

            Además de la belleza de edición y las ilustraciones a color destaco dos capítulos: el de Silvia Ruiz Tresgallo, «La mujer en la lengua del Barroco americano», aborda cómo las disidentes del virreinato fueron acalladas, entre ellas las afrodescendientes y monjas como sor Juana (que, con sus muy altas luces, no fue ni de lejos la única autora en un convento). Y está el capítulo de Company, «Saludos y despedidas en cartas americanas. Un acercamiento a la oralidad en la vida cotidiana». Para evocar cómo la gente hablaba se asoma a misivas originales, que la reproducen de modo fidedigno, al ser obras espontáneas que buscan la inmediatez. Compara una carta oficial, una familiar y una íntima, de un panadero a su querida: la destinataria es una monja, «regalo de mi alma», a la que insta a huir con él. Cómo disfruto el análisis minucioso de similitudes y diferencias, en las que me espejeo.

            El logro esencial del libro radica en desmenuzar la densa y anchurada biografía del español, vigoroso en casi 500 millones de hablantes en la América Hispana. Me pone emocionalmente de pie que exista un volumen como éste.

(Publicada originalmente en mi columna La Utora, en el periódico La Razón).

VENDAR EL MUNDO DE ADENTRO

Otra vez, carretadas de dolor en torno a mí y yo, sin palabras para pronunciarlo. Para darle nombre.

            Por un lado están las tragedias que llegan espalda con espalda: en Medio Oriente, un huérfano al que una bomba le destruyó la cara y las dos piernas, los cinco cuerpos envueltos de una familia aniquilada sin motivo. Infinidad de palestinos e israelíes están viviendo la barbarie irremontable, el odio y el horror acendrados por décadas, aunque la sangre de ambos sea del mismo color. En México, fallecidos y caos en Acapulco, más la desolación de los muchos cuya casa o negocio es hoy un trapo ajado. Y los Días de Muertos, que además de familiares hincados en el costillar, también recuerdan a víctimas de feminicidio, desaparición, violencia generalizada.

            Más cerca, una amiga, viuda reciente, no levanta la cabeza, sólo arrastra el ánimo por los suelos (qué metáfora más plástica, antes de que nos acostumbráramos a ella, pero la poesía recupera el asombro de lo que decimos sin poner atención). Pero sobre todo me impotencia no suavizar el duelo de Rocío, mi amiga de sangre desde hace casi treinta años, quien ha llorado conmigo y me ha prestado sus piernas para caminar: ahora perdió a alguien de sus honduras, está triste «hasta la cabeza, y más triste hasta el tobillo». Recuerdo ese verso del poeta mayor: César Vallejo. La abrazo y la escucho. Quisiera ofrecerle un espacio seguro donde pueda articular esta nueva ausencia: creo que decir los emblemas del pesar ayuda en el proceso de acomodarlos, aunque me desespera no tener una venda para su mundo de adentro.

            Abro la Poesía completa de Vallejo y busco la cita que me está rondando. Mientras paso páginas leo esto: «la muerte actúa en escuadrón». El peruano nos incluye a todos en esa frase. ¿Quién no ha sentido que un destacamento de sepultureros le apunta a su gente? Más de una vez he estado ahí.

            Al fin llego al poema que buscaba. Se llama «Los nueve monstruos»:

«desgraciadamente,

el dolor crece en el mundo a cada rato,

crece a treinta minutos por segundo, paso a paso,

y la naturaleza del dolor, es el dolor dos veces […]

El dolor nos agarra, hermanos hombres,

por detrás, de perfil […]».

Qué mirada tan larga, tan testaruda, la del poeta que tiene especialidad en volverse mi cercano, como un semejante. Es así, tal cual lo dice. Pregunto: ¿adónde se va el sufrimiento? ¿Dónde cava su escondrijo ampuloso? ¿Qué hacemos con él, para que no se transforme en calentura, pus, rencor o indiferencia? Cada quien tendrá una salida; la mía es drenarlo, escribiendo. Y abrazar a mis indispensables.

            Hoy me con-muevo con Rocío, arrimo mis huesos a los suyos, le regalo estas palabras del peruano y la quiero un poco más que otros días. Ojalá eso la consolara un poco.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora en La Razón; imagen: resumendesalud.net).

POR QUÉ LE MENTÉ LA MADRE A MI LIBRO

Tengo en las manos mi décimo libro. El décimo de La Utora.

            Este camino de publicaciones que empezó en 1997 lleva en las costuras disciplina, rechazos de editoriales, gusto, egoísmos, duda, más disciplina, la solidez que me da hilvanar palabras. En veintiséis años he tenido infinidad de chambas y parejas, así que esta relación con los verbos es la más larga de mi existencia. Aún si supiera que no volveré a publicar seguiría borroneando textos, porque este «asendereado corazón» (diría don Quijote) es de escritora.

            Mis títulos más recientes son dos de crónica del siglo XX: El lado B de la cultura. Antes hubo seis de poemas, entre ellos Eros una vez, que me dio en Uruguay el Premio Internacional de Poesía Mario Benedetti, cuando mis ingresos estaban en rojo subido y mi autoestima, abolladísima. Les antecedió uno de prosa poética y el primero, de crítica literaria sobre un poema medieval.

            Entre todos, ninguno tan cuestarriba como El lado B, volumen 2. Fue una barbaridad. Suelo hacer los de poesía poco a poco; cuando uno está listo, busco editor. Es una cadencia disfrutable. Con éste, en cambio, tenía la investigación hecha, pero me comprometí a entregarle a Penguin los cincuenta capítulos en junio de este año y los compromisos laborales me rebasaban, con lo que me ponía a escribirlo luego de las diez p. m. Resueltas las broncas de mis dos trabajos (uno de ellos, nuevo) arrancaba la talacha textual. Y debía ser creativa. Entretejer historias sabrosas, con dosis de riesgo. Por ahí de las tres de la mañana, el cerebro ya frito, apagaba la computadora. A la mañana siguiente, a rendir como si nada. Así de lunes a viernes, por casi un año; sábados y domingos pulía páginas y tecleaba mi columna. Vi poco a mi familia, pedí paciencia a los amigos, puse en pausa el yoga. Mi hija bromeaba: “Ahorita no tienes una vida, pero cuando la retomes iremos al cine». En la segunda cita con Juan Pablo señalé: «Tengo poco tiempo para estar en pareja, porque robo minutos para escribir».

            Muchas veces le menté la madre al libro, desde el cansancio y la espina de inseguridad de si valía la pena cada madrugada trabajosa. Y lo peor: mi hermana Lucía murió cuando revisaba los capítulos. El golpe me sacó el aire. Más que el aire. Podía pedir una prórroga, pero entregué a tiempo para que el volumen saliera en 2023. «Lo difícil es escribir, no escribir bien… Para escribir bien hay recetas, consejos útiles, un aprendizaje.  Escribir, en cambio, es una decisión de vida, que se realiza con todos los actos de la vida», apunta César Aira. Tal cual.

            Por eso me escandaliza que exista El lado B de la cultura, volumen 2: si esto no es una noticia nivel majadería quién sabe qué sea. Denme cinco minutos para andar de fanfarriosa. Y ojalá compartan conmigo los entusiasmos.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora en La Razón).

¿TENGO DERECHO A MIRAR LA TRAGEDIA?

Una mojarra al mojo de ajo, la cerveza fría y platicar con mi hija, contenta porque participó con amigos en una carrera sobre Reforma. Qué domingo sin tropiezos. Pero aunque todo parece bien, percibo una estridencia de fondo. Al terminar su actividad fuimos al Museo Franz Mayer, a ver la muestra de la World Press Photo.

Foto: Evgeniy Maloletka / World Press Photo

Desde hace años hemos vuelto una tradición septembrear esta exposición de fotoperiodismo. Nos recibe la imagen atroz de Iryna, embarazada y sangrante, a quien cinco hombres llevan en camilla a un hospital de Mariupol, luego de un ataque ruso en Ucrania. Según el pie de foto, madre e hijo murieron poco después. De la misma zona geográfica es Anton, médico militar de 22 años, quien se enfrenta a la vida sin un brazo y ambas piernas. Muerdo un trozo de cal.

            Más allá, un adolescente afgano, Khalil Ahmad, muestra la cicatriz que le dejó la decisión familiar de vender uno de sus riñones por 3500 dólares. La alternativa era morir todos de inanición. También se incluyen imágenes que sugieren esperanza, aquella palabra incierta. Tras el asesinato de Mahsa Amini por no usar el hiyab, una chica cuenta cómo un grupo de gente se puso a corear en una calle iraní: «Mujer, vida, libertad». Pero vuelve la miseria, el sinsentido. En el Estado de México, Carmelita, de 16, padece reblandecimiento de la masa cerebral, resultado del uso irracional de pesticidas donde vive, mientras dos madres subrogadas de Camboya, Vin Win y Ry Ly, fueron detenidas por rentar sus vientres para ganar dinero extra; no lo obtuvieron y hoy crían a niños concebidos para terceros. Lo invisible cebándose con los más vulnerables.

            ¿Tengo derecho a mirar la intimidad de esas tragedias? Me pregunto por qué vengo a presenciar la guerra, la jodida y rentable guerra, la masacre, el hambre, la contaminación, el odio. Lo descarnado al hueso. Ensayo respuestas: aunque me angustie, quiero estar informada, saber lo que pasa en el mundo. Por otro lado, como escritora y editora creo que la narrativa ayuda a entender. Genera ecos, contagia sentires. Además, al ver la muestra quizá contribuya con otros miles a que lo terrible no pase inadvertido: es apremiante dar testimonio, nombrar a las víctimas, contar sus historias. Pero también aflora la desolación, porque tanto dolor es irreversible. Nada puede evitar que siga pasando. Y aunque me avergüence decirlo, reconozco el egoísmo: tengo la suerte inmensamente cara de no ser una de las víctimas.

            Susan Sontag se pregunta en Ante el dolor de los demás (la traducción es mía): «¿Somos mejores por mirar estas imágenes? ¿Realmente nos enseñan algo? ¿O sólo confirman lo que ya sabemos (o queremos saber)?».

            Me planteo estas contradicciones sin salida y por lo mismo encuentro indecoroso comer a gusto media hora después. Y aunque no logre acomodarme en la silla, aquí sigo.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora del periódico La Razón).

¿EL FUTURO YA ES FEMENINO?

«Creo que estoy embarazada, Laura, le dijo por fin. […] Lo único que era claro y resultaba difícil de ocultar era la angustia. Tenía mucho miedo y no sabía qué hacer, pero no quería que nadie lo supiera. […] ‘No me veo como mamá todavía. Además apenas tenemos un año en la universidad […] Me siento muy sola'».

Liliana, con 18 años, corrió con suerte: un médico «la hizo sentir de lo peor, pero no la mató», señala Cristina Rivera Garza en El invencible verano de Liliana.

            A los 23 años, la francesa Annie Ernaux se ve con un embarazo no deseado. Lo inmediato es abortar, pero en Francia está prohibido (es 1963) y debe buscar una opción en lo oscurito. El padre del niño se escabulle. En El acontecimiento narra el castigo social, el miedo, la vergüenza, el tabú de hablar del asunto, pero tener que llegar al final, porque la preñez es un problema lacerante únicamente de ellas, de nosotras, aunque sobre su interrupción todos opinen. En la columna «Desembarazarse: varias lecturas» dije en 2022: «Si bien cada legrado es ritual de una persona, en él hacen eco la familia, la religión, el dueño del esperma, los medios, el hormonar, imperativos de género, el discurso dominante de la maternidad es siempre una buena noticia». Así.

            Ernaux va a una clínica. Le colocan una sonda y días después empieza a sangrar. «Estaba tendida en la cama sin moverme y O. me pasaba toallas de baño que se empapaban rápidamente […] Pensé que iba a morirme de una hemorragia». Treinta años más tarde, la Premio Nobel 2022 escribe el libro donde expresa «lo que se me revela como una experiencia humana total de la vida y de la muerte, del tiempo, de la moral y de lo prohibido, de la ley». Qué pavoroso. Qué esperanzador.

            El 6 de septiembre, la Suprema Corte de Justicia de México aprobó que toda persona pueda abortar en instituciones federales de salud, como IMSS o ISSSTE. Aplaudo la noticia. Será un avance enorme si las autoridades hacen su trabajo y pronto esto se vuelve un derecho real, si tener hijos en el país es sólo una decisión voluntaria. Pero como señaló con acierto la argentina Tamara Tenenbaum en la Revista de la Universidad: esquivemos el optimismo excesivo, porque repetir el eslogan «El futuro es femenino» puede relajarnos, hacernos creer que ya se logró la equidad de género. Y falta mucho, aunque tengamos dos candidatas a la presidencia. Entre otras urgencias es necesario normalizar socialmente el aborto y quitarle el tizne social, gestionar en conjunto opciones colaborativas de crianza, porque es inviable que una sola persona (en general la madre, precaria, sin ayuda), mantenga niños, trabaje dos jornadas, los ame y bieneduque. 

            La maternidad, en sus variantes asépticas y grasas, debe ser asunto del Estado. De todos. Hoy el futuro no es femenino.

(Originalmente publicado en la columna La Utora del periódico mexicano La Razón; imagen: helenrobinsonart.com).

HUNDIR LAS MANOS EN LA TIERRA

Somos de la tierra. Aunque entre cemento, plástico, cables de luz lo olvidamos, el andamiaje óseo lo sabe. El andamiaje óseo y las floraciones que de cuando en cuando nos enhebran. Nos dan raíz.

Estoy tensa, con exceso de trabajo. Mi hija también, pero propone que tomemos un rato para podar plantas y árboles que cultivamos en casa. Acepto, tentada a decir “no puedo”. Media hora más tarde pienso, al lavarnos las manos para volver al trajín: en la garganta honda del lodo, el inconsciente percibe ecos de un pasado donde fluíamos con ese ritmo lento. Improductivo. Con millones de años a cuestas, la mente registra que mantenernos lejos de la fuente original de belleza es una agresión a nuestra esencia. Volver a lo vegetal significa arraigarnos en la primera casa de la especie.

            “Me llamo barro aunque Miguel me llame”, escribió el poeta Hernández.

            El contacto con el mundo verde esconde un bienestar espontáneo, que deja de lado lo cuantificable. La feminista Silvia Federici apunta que la violencia del capitalismo nos ajena de la naturaleza y ha empobrecido «nuestra necesidad de sol, viento y cielo, la necesidad de tocar, oler, dormir, hacer el amor y estar al aire libre». Satisfacer esas urgencias humanas repara cojeras emocionales, además de poner un límite a la imparable demanda laboral. Cerca de la naturaleza ejercemos una resistencia sensible, reforzamos una autonomía que la productividad busca destruir.

            Tierra. Interminablemente tierra.

            Hoy se da preponderancia a la razón y se despoja a la materia de sentido, por creerla inerte. Christian de Quincey, filósofo, señala en Naturaleza esencial que, a contracorriente del cartesianismo, según el cual únicamente los seres humanos sienten y tienen consciencia, tanto la tradición órfica que pasa por Giordano Bruno como el pampsiquismo y la filosofía de la mente subrayan que Natura posee significado intrínseco. “Siente y se mueve” a sí misma. Lo intuicionamos. Por eso el agasajo de observar el movimiento de una flor, oírla crecer. Gaston Bachelard se pregunta: “¿Cómo puede el escepticismo de los ojos tener tantos profetas cuando el mundo es tan hermoso, tan profundamente hermoso, tan hermoso en sus profundidades y en sus materias? ¿Cómo no ver que la naturaleza tiene el sentido de una profundidad?”. Algo por dentro comprende que la tierra es madre y muerte a la vez. Le pertenecemos, quizá por eso abona tanto al acomodo del alma. “Me llamo barro aunque Miguel me llame”.

            Otra poeta, Gabriela Mistral, dijo: “Mejor se ponen mis humores si afirmo mis ojos viejos en una masa de árboles. […] Salí de un laberinto de cerros y algo de ese nudo sin desatadura posible queda en lo que hago, sea verso o sea prosa”. Aunque no hayamos crecido entre montes ni arado, en la tierra está un hábito humano impostergable. Hundir las manos en ella, tibia, es vincularnos con su potencia primigenia.

            Somos barro, sin importar el nombre.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora en el periódico La Razón; imagen: regenerationinternational.org).

CUÁNTA ESCANDALERA EN MIS NEURONAS

Lo digo sin adornos: aterricé en un hogar de clase media acomodada y nací con ojos claros porque tengo antepasados sajones. Es decir que de chiripa desde niña me tocaron privilegios sociales, económicos, culturales. No lo elegí, fue cosa del azar. Y si bien no lo presumo, tampoco me culpabilizo por ello. Completo la aseveración con un matiz: cuando tenía 17 años murió mi padre y todo se puso cabeza abajo. Vino fuerte estrechez económica, depresión, tuve que construir poco a poco mi historia. Elegí como vocación la literatura y mientras trabajaba estudié Letras en la UNAM. Nadie en mi familia tiene cercanía con la cultura, de modo que todo lo que he hecho me lo inventé ahí.

         Viene a cuento porque desde hace tiempo me ha interesado diseccionar el esquema mental con el cual aprendí a relacionarme con el mundo. En buen español: a ratos busco mandar al carajo lo dominante de mi formación blanca, clasemediera y heterosexual, tomar con pinzas los prejuicios sobre los que opero, los lemas, las creencias que tengo introyectadas y analizar todo para ver si logro leer desde otro sitio. Me rayaría escapar un rato del simulacro y mirar por mí misma, como Jim Carrey sale del set de filmación en The Truman Show: qué desafío repensarme, observar cómo lo hago a partir de nuevos referentes.

         En ese contexto escucho a la directora y productora zapoteca Luna Marán, originaria del pueblo de Guelatao, Oaxaca, donde vive y hace películas concebidas como parte de una creación comunitaria. Dice: «Crecí sintiéndome en el centro del mundo». Estamos en el seminario Umbrales / Fronteras: Escribir y leer desde los márgenes, organizado por la Cátedra Carlos Fuentes de Literatura Hispanoamericana de la UNAM y coordinado por la escritora Gabriela Damián Miravete. Luna habladesde una contundencia que emociona, mientras narra la comunalidad que es norma en Guelatao. La ensayista y editora mixe Tajëëw Díaz Robles añade que en Tlahuitoltepec, en la Sierra Norte de Oaxaca, donde nació, la lógica que articula la creación artística no radica en la búsqueda personal, sino en traducir el bien común.

         Como escritora me reta y me parece seductorsísima la idea de explorar la autoría colectiva, justo porque choca con la visión individuante que predomina en el ámbito donde me desenvuelvo. Vine a la sesión para aprender sobre literatura que se gesta en los linderos, pero descubro una visión que nace desde el mero ombligo de un mundo rico y complejo, uno que no entiendo porque no hablo mixe ni participo de la experiencia comunal. Donde mis valores no tienen peso alguno. Tengo preguntas, quiero entender. Cuánta escandalera en mis neuronas, recuerdo el verso de Marianne Moore: «Es un privilegio ver tanta confusión». Me gusta sentirme tan fuera de lugar, tomar distancia, complejizar mis certezas. Qué incómodo y qué fascinante.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora, del periódico mexicano La Razón; imagen: graphicriver.net).

ESTO ES VIVIR «DE LA MEJOR MANERA POSIBLE»

Pertenezco a una suerte de club monotemático: casi siempre estoy pensando en libros. Hablando de ellos. Del que me escabeché años atrás y dejó una marca en la ingle, de los ejemplares en cuyas páginas habito varias horas al día o el que estoy en trance de perpetrar como autora. Ocupa mi mente esa joya que presté por idiota y por ídem aún espero de vuelta. Comento el gesto chocarrero gracias al cual uno se esconde entre las repisas por semanas o meses, hasta que lo compro de nuevo y luego asoma, cínico, como un ladrillo en esa pared que jamás tuvo huecos. Me refocilo en librerías lo mismo que en tianguis de usados pero, sobre todo, apuesto cada sentido en el volumen que despliega para mí realidades a granel: otra fuerza de gravedad, la fascinación de lo terrible y el gusto por la herida, placeres impensados, el edificio de motivos que no formaba parte de mi vida antes de estas páginas.      

Me doy cuenta de que a los lectores nos es habitual relacionarnos a través del encuadernado de un libro. Estoy ahora mismo recetándome Un bel morir, de Álvaro Mutis, de la zaga de Maqroll el Gaviero, el personaje más vagamundo que pueda imaginarse. Ha rolado del Amazonas a Tánger, de Vancouver a Kuala Lumpur, de Aruba a las Canarias, pero siempre lleva consigo tres o cuatro títulos. En esta novela, el colombiano lo presenta instalándose en La Plata, en la casa de huéspedes que administra la ciega doña Empera. Entre ambos se da una amistad, alimentada por las lecturas en voz alta que el marino hace para la vieja. Por otro lado, la cercanía del Gaviero con el Zuro, ayudante en ese viaje toral, empieza cuando el errante comenta lo leído. También don Quijote mira el mundo a través de sus novelas y establece puentes con otros a partir de ellas. Lo mismo Emma Bovary. Y Jo, de Mujercitas; Mateo, en Catedrales, de Claudia Piñeiro; Dorian Grey, Pierre Menard, por citar algunos.

Lo vinculo con otra cosa: desde mediados de 2021, mi Alma Delia Murillo y yo condujimos durante un año, por Zoom, un club de lectura de la primera parte del Quijote. Nos acompañó en la felicidad redonda un bonche de entusiastas y entusiastos. Fue muy lindo que la querencia con Alma Delia, desde el origen cimentada (y cementada) sobre libros, se encontrara con quienes se fascinaban con nosotras ante las aventuras del “leyente” caballero. Con esto de Maqroll pienso que la literatura propone un paisaje sin grietas, un territorio armonioso, terso, propicio para la cercanía. Compartir lo leído es vocación de nosotros, poco sociables: buscamos ecos entre quienes también entienden la lectura por placer como «un medio para vivir de la mejor manera posible», según José Emilio Pacheco. Es una manera de reconocernos en esta sabrosa, fiera intimidad, al mismo tiempo individual y colectiva.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora, en el periódico La Razón; imagen: style-files.com).

CUANDO LA FAMILIA ES COMO UN ÁCIDO

Durante siglos el hogar fue el único espacio donde las mujeres pudimos crecer, relacionarnos. Ahí se educaba, disciplinaba y protegía (léase, controlaba) a los menores de edad de la familia, es decir, infancias + sexo femenino. Se establecieron dinámicas de abusos recibidos y cometidos, porque toda víctima suele volverse victimaria. Aunque muchas nos movemos hoy en el ámbito profesional, seguimos experimentando en casa las violencias más cruentas. Ahí también las perpetramos, como hacíamos siglos atrás, con los más débiles: los hijos. 

         «Las mujeres en la Amazonía, escribe, se suicidan tomando detergente, bebiendo barbasco, se ahorcan. Por la violencia del padre, de los maridos…», leo en Qué hacer con estos pedazos, la más reciente novela de la colombiana Piedad Bonnett (Alfaguara, 2023). Emilia, una periodista madura, hace una crónica de su estancia en una comunidad de la selva. Explora la mejor forma de narrar la historia urgente de Omaira, a quien el marido amputó dos dedos «por burlarse de él delante de sus amigos», y la de Uma, violada por su padrastro a lo largo de seis años. Son casos extremos, que sacuden. Poco a poco caigo en cuenta de que la vida diaria de Emilia está sembrada de agresiones, poco escandalosas aunque no menos corrosivas.

         El disparador de la novela es que el marido de la protagonista decide cambiar la cocina por una «nueva, higiénica, llena de módulos adaptables, como la de su hermano». El hombre parece creer, según quiere la publicidad, que al desechar un mueble viejo acaso se lleve consigo la rutina irritante, la «dependencia agresiva» que une a la pareja. Por otro lado, las relaciones de Emilia tanto con el padre desvencijado y la hermana generosa pero manipuladora, como con la hija que es casi perfecta son una lotería que mezcla amores, el desgaste de años, una negociación que no da tregua. Es que entre los más cercanos siempre alguien sabe escoger mejor «sus látigos». Para compensar, la periodista tiene el respiro de los ratos que pasa con su amiga Quela, con quien se siente «pertinente, ingeniosa», más la lealtad mutua con Mima, la empleada doméstica.

         A partir de brochazos y tonalidades en contraste, la autora va revelando cómo en casa podemos convertirnos en alguien mejor y también peor que nosotros mismos. Ese lugar en el que sucedemos sin disfraces nos depara con frecuencia una crueldad tijeral. Un cinismo notable. No es gratuito: el hecho de sentir nuestros a quienes amamos involucra una cuota desmesurada de corazón y buscamos protegernos, porque abrazamos la certeza de que «los lazos familiares son también grilletes». 

         Éste es un libro vital, diáfano, que lleva a pensar si podemos construir otra manera de crear familia, si es factible una que esquive la majadería, el control, el poder abusivo, el ácido quemante.

         Oigan, qué pedazo de novelista es Piedad Bonnett.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora, del periódico La Razón).

TRES AUTORAS Y EL (MUCHO) CALOR

Era verano cuando una mujer entró al Jardín Botánico de São Paulo. Vio que los troncos «eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado». Ante esa exuberancia, a la protagonista la invade el asco «y al mismo tiempo se sentía fascinada […] el mundo era tan rico que se pudría». Subraya el narrador: «La descomposición era profunda, perfumada». Con náusea por esa vida que palpita y de la que es parte, la señora vuelve a casa, a los suyos, donde antes no había asomado el peligro como una púa. Pero toma el florero y siente el espanto de «la flor entregándose lánguida y asquerosa en sus manos», mientras «el calor del horno ardía en sus ojos». 

            Es el cuento «Amor», de la ucraniano-brasileña Clarice Lispector. En él, la alta temperatura aturde como el zumbido de los abejorros. Como la hediondez bajo el sol grosero. Lo releo cuando estamos a 32 grados en la capital, mientras varios estados rondan los 50. Indago en los vínculos emocionales y culturales que tres autoras latinoamericanas de mediados del siglo XX dieron a la raíz hostil del acaloramiento. 

            Una madre vacaciona con su adolescente y el amigo de su hijo en «Estío», de la mexicana Inés Arredondo. «Empezaba a hacer bastante calor», anota la voz narrativa. Los chicos juegan voleibol, nadan; ella los mira. Los acompaña. Conforme la trama avanza, el bochorno «se metía al cuerpo por cada poro: la humedad era un vapor quemante que envolvía y aprisionaba». Cuando los muchachos van al cine, la mujer se tiende sin ropa en el cemento; luego pela con los dientes unos mangos y, asalvajada, permite que el jugo corra por los antebrazos. Su empleada comenta: «Nunca la había visto comer así». Una noche sale a caminar: «Bajo mis pies la espesa capa de hojas, y más abajo la tierra húmeda, olorosa a ese fermento saludable tan cercano sin embargo a la putrefacción». Ahí tropieza con las siluetas fajantes de la empleada y de su novio. Páginas después, conforme avanzan «paso a paso en el verano», la protagonista se queda desnuda por horas sobre la cama, lo que anuncia el final de la historia, tan sorprendente.

            En ambos relatos, de modo no explícito —las autoras esquivan la obviedad—, el calor intempestivo provoca relajamiento, evoca estropicio, conlleva sofoco y corrupción. El combo descoloca a mujeres que estaban en control. También en «Barlovento», de la colombiana Marvel Moreno, aparecen «plátanos tetanizados por la hiriente luz del sol», que envuelve en la selva a los personajes «como una garra espesa, inalterable» y explica el brusco giro de la joven Isabel. 

            En el imaginario de estas narraciones la canícula sugiere blandura, celos, fiebre, rebeldía, hedor, rabia, pesadez, lujuria, insectos y, quizá en especial, una monstruosa hinchazón. El abombamiento de lo enfermo. 

            Sí, el calor también asusta.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora, del periódico mexicano La Razón; imagen: freepik.com).

SIMULTANEAMOS TANTO. Y TAN CONTRADICTORIO.

Somos pedazos de carne que tienen más o menos armonía. Sudor, estómago, mucosidad, pupilas, sexo, lágrimas y baba unidos por la piel y su frontera, la misma que exponencia el entusiasmo. Que regula el frío. La que a veces recibe a otras pieles. El cemento de la respiración acopla ese abanico de labores, como en una fábrica eficaz. Somos un píloro, dos manos, veinte dedos, seiscientos músculos, más de cincuenta mil millones de neuronas. Somos párpados. Glándulas. Y un hígado. Un cacho menos de hígado. ¿Una persona es menos su nombre sin ese par de centímetros que hasta ayer la acompañaban? 

            Somos el acento al hablar, risa, sobrentendido, apetito, este contrarío, aquella vocación que no seguimos. Mientras el cuerpo funciona, autónomo, somos la ausencia que punza y nos estafa. La punta de la lengua. Somos la exacta punta de la lengua. La poesía. Somos la palabra, furor creativo.

Somos las lluvias que nos han mordido suave y la avenida que ve pasar el atado de huesos. La pandemia que nos perdonó la vida. Las tijeras que rasgaron la esquina de la orfandad. Somos también la mueca, la inquina. Lo turbio del rival bajo las uñas. El cochambre. Somos cada bocado que subraya la obstinación de durar. Lo dice el peruano José Watanabe: “El alimento en la boca te relaciona / con el mundo. Hay días de felino / y días de paquidermo. Hoy sean bienvenidas / las benéficas ensaladas, la suave soya y las frutas / aunque tarde: / ya cincuenta años que comes carne / y estás eructando miedo”. Eructar miedo. Un hígado con un pedazo menos. Tal vez una persona sea menos su nombre sin esos largos centímetros. Tal vez ahí mismo empiece el ovillo que se devane luego en ya no ser.

             Miedo. Somos temor, susto, pavor, espanto. Sin dejar de ser lo demás, en estos días fui un grande miedo, temblor interno de hormona. Dolor anticipado. Fui metal que los labios succionan y el gesto que me extraña de mí misma, como si vistiera ropa prestada por alguien excesivamente alto. El desespero de pensar que el cáncer y sus ejércitos venzan a mi gente indispensable. Quedar incompleta de familia en medio de la abrumadora vida. “Tanto amor y no poder nada contra la muerte!”, escribió César Vallejo, otro peruano. Quedar como aquel árbol desraizado. La angustia que se agolpa en cada vena. Un hígado. Uno que hasta hace poco era eficiente. Lucía seguirá siendo Lucía aunque no tenga esos centímetros. Seguirá siendo mi hermana. Mi única.

            Somos tanto simultaneado. Y tan contradictorio. Regreso a José Watanabe: “[tienes] arena en la lengua. Te explicas: tal vez has comido / una sequedad inicial, insidiosa, de pecho, y nunca / se acaba, el desierto / nunca se acaba”. Otra manera de llamar al miedo.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora, del periódico La Razón; imagen: Paul Paladi, iStock).

LA EXTRAÑEZA ANTE LO INDECIBLE

Daniel se suicidó. Su madre era Piedad. Mejor: sigue siendo su madre, la sobreviviente, la que no quiso ocultar la enfermedad mental del hijo ni eufemizar el salto al vacío y la rotura de tanto más que un cuerpo, la misma cuyo susurro pregunta: “¿En qué pupila / quedaste tú grabado para siempre // aún vivo / pero volando triste hacia la muerte, // en el último instante, el cielo a tus espaldas?”.

            Luis es viudo. Luego de cerca de treinta años, su esposa fue presa del cáncer que tiene ruidosas alas y un pico de filo, rojo de escarbamiento. Él la acompañó a lo largo del año y tres meses de “la memoria con gasas”, de la Navidad “sin cabellera”, de los “duros transbordos para llegar al baño”. Almudena perdió la vida y no ha vuelto a encontrarla; él lleva desde entonces un hueco de carne en el pecho, uno tremebundo. Aprende de nuevo a respirar.

            La colombiana Piedad Bonnett y el español Luis García Montero asumen el riesgo tanto estético como ético de escribir sobre la pérdida individual. Cada uno “llagado de las telas del corazón” (diría don Quijote) posee un oficio de varias décadas, a partir del cual eligen y combinan argumentos tan frágiles como un puño de sustantivos. Verbos. Adjetivos. Los dos rehúyen la autocompasión ante el desgarro y más bien echan mano de su bagaje de palabras para investigar qué les pasa por dentro con la ausencia, qué flancos se revelan (se rebelan) de sí mismos. Luego trabajan los versos para decir mejor la piedra atorada en la garganta, para que todos sepamos cómo es y, cuando nos toca tragar las nuestras, podamos acudir a sus líneas a fin de dar nombre al ahogo semejante. A fin de acompañarnos. Ahí está una clave poderosa. 

            Los escucho en Málaga dentro del encuen­tro de escritores Verdial: Fiesta de las Letras y la Cultura Iberoamericana, organizado por La Térmica y UNAM España, al que fui invitada por Jorge Volpi y Fernando Iwasaki. Con destreza, el periodista español Jesús Ruiz Mantilla guía la conversación de los autores por parajes descalzos, en los que cualquiera se reconoce. Apunta García Montero: el poema ocurre si logras pasar del yo al nosotros, rebasas el desahogo personal y cuentas a la tribu tu hecho de pena. Entonces se hace comunidad. Piedad subraya: los poetas buscamos convertir en belleza el dolor que nos es común, el miedo a olvidar la voz del muerto. De la extrañeza ante lo indecible nace la poesía. 

            Qué privilegio es la literatura. Si bien no dejamos de cargar el edificio de angustia que nos toca, al leer la vivencia de otros la nuestra adquiere un sentido de valor, de compañía, incluso en noches en las que alguien arranca de cuajo la luna. Fue necesario sentarme en esta silla emocionada en Málaga para acabar de entenderlo. 

(Originalmente publicado en mi columna La Utora, en el periódico La Razón; collage de Russell Smith en russellcsmithartworks.com).

MI «TÚNEL DE SILENCIO», PARA BIEN O MAL

Hace unos ocho años discutí con una persona muy corta. No de estatura, de argumentos. Insistía en que los escritores somos egoístas porque no negociamos el tiempo de creación. Dije que en lo personal soy inflexible por un motivo rudimentario: en ese espacio radica buena parte de lo que da sentido a cada aliento mío. Dos veces pregunté por qué alguien estaría obligado a ceñirse al imperativo de un tercero. «Es egoísmo», se desbarrancaba igual. 

            El enojo del interlocutor partía de una descalificación. Su vida intrépida consistía en ir al trabajo, elaborar cuentas, volver a casa. Desde la superioridad moral (¿?) juzgaba la tozudez que vuelve a cualquier artista un ser obsesivo, cargante, que a diario toma distancia de su pareja e hijos porque ni siquiera junto a ellos puede crear: la soledad es indispensable. Ahora hablo de mí: tengo clarísimo qué voy a hacer cada día del resto de mi vida. Voy a leer y escribir mucho o poco, en vacaciones, entre semana, fines de semana. Me paguen por ello o no. Sólo eso, leer y escribir. Como bienapunta Adrienne Rich, ambas exigen «un túnel de silencio». Quien me quiere lo respeta, porque me respeta a mí. Yo agradezco en los hígados.

            No es habitual una obsesión tan encajada, encima muy antisocial. No puedo leer mientras platico, menos escribir, y no lo digo desde la victimización, más bien recibo carretadas de gusto con mi oficio de dos caras: al leer dialogo con un silencio lleno de voces, mientras tomar el lápiz conlleva la experiencia arrasadora de producir, de vez en cuando, un verso que me hace «estar viva en grado sumo», en palabras de Eliseo Diego. Entonces viene el calor en la médula, el zumbido de ser omnipotente un rato. ¿Y cuál es la molestia? Que algunos traigamos dentro de las costillas un impulso de ese tamaño desafía a los de visión limitada.

            Entiendo que a quien me imagina cuando logro un poema digno, ese solo hecho pueda causarle una comezón enemistada, igual a la del tipo que me ve saborear con lascivia las mejores crepas de cajeta del sistema solar, pero nunca podrá probarlas. No lo invité a la mesa. Debería crear su receta, cultivar cada ingrediente, construir su horno personal. Si bien cuesta fragilidad, renuncias y disciplina, mucha frustración, el pago no tiene familia alguna. Acaso ahí se fundamente la ofensa: aquella persona veía mi aparatosa pretensión creativa (si puedo lograrla o no es otra cosa) y, por contraste, su día a día le habrá parecido ínfimo.

            Sería una absurda si exigiera: «Todos pónganse a escribir». Vivo según me da la gana, no impongo mi criterio a nadie, sólo soy una «obrera de ensartar palabras» (saludos, Alfonso Reyes). Me gusta el túnel de silencio que mi doble oficio demanda, me encantan las mansiones derruidas, los corredores angostos, los paisajes de peligro que me incita a levantar.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora, en el periódico La Razón; imagen: abstract.desktopnexus.com).

DEL «CHIRAS PELAS» AL «HACERNOS WEYES»

Aunque casi quinientos millones de personas hablamos español como lengua materna, para decir que alguien es vanidoso, únicamente los mexicanos acudimos a expresiones como se cree la divina garza envuelta en huevo, la mamá de los pollitos, la gran caca, la mamá de Tarzán, la última coca del desierto. O si la parienta tiene un logro inesperado, nos sale rebonito del pecho: ¡Bien bajado ese balón! Y el resto aplaude, porque entiende.

            Me fascina encontrar en un libro esas y otras expresiones guaracheramente propias, de mi rompecabezas cotidiano, oral y escrito. Recuerdo a mi mamá decir ¡línguili, línguilipara referirse a que uno andaba de flojo, y a mi amigo Armando Vega-Gil mencionar que había caído una lluvia mojapendejos: corta y leve. En estos días comento que un proyecto hizo chiras pelas, es decir, se canceló; oigo en la calle a una chava reírse por celular al decir que se echó un rapidínuna relación sexual en tiempo escaso, mientras mi hija cuenta que su amiga se manchó: no lleva aguacate en la solapa, sino le faltó el respeto a otra. El libro soberbio que compendia todo esto es el Diccionario de mexicanismos. Propios y compartidos, que la Academia Mexicana de la Lengua (presidida por el escritor Gonzalo Celorio) publicó a fines de 2022. Son unas ochocientas páginas de oralidad, acepciones, juego, eufemismo. El proyecto lexicográfico lo presidió durante más de una década la lingüista Concepción Company Company, mi maestra en la UNAM (la boca se me llena de orgullos). Ahí estamos en el humor y en los afectos, pero también en la discriminación, la transa, el sexismo. Ni cómo hacernos weyes.

            Dado que este espacio es breve, me concentro en el juego: inventamos palabras o damos nuevo sentido a las ya existentes, para designar otros referentes. De ese modo surge decir que nos acatarra una persona molesta o que a zutano le dio el jamaicón cuando desde el extranjero añora el país. Y como nos fascinan los diminutivos, muchos platillos que llevan esa forma pierden sentido sin ella: nadie pide en el mercado unas carnes sino unas carnitasvamos al changarro que vende antojitos, cosa radicalmente distinta a ofrecer antojos: así, no apetecen. Está la cochinita pibilla pancitalas gomitas y hasta la quesadilla, con el diminutivo –illa más escondido. Por seguir con el asunto, repetimos flojito y cooperando para quien debe resignarse ante algo o ¡ay, nanita!, para expresar miedo. 

            Es relevantísima la propuesta de este Diccionario: ofrece una imagen de la riqueza del español mexicano y, sobre todo, de cómo hablamos hoy unos cien millones de nosotros, no cómo deberíamos hacerlo. Las voces incluidas están documentadas durante al menos cinco años, con alto empleo tanto por escrito como oralmente.

            Tengo las palabras por vicio y oficio, así que no encuentro mejor cosa que entretenerme en sus páginas. Y sentirme muy muy de mi lengua.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora, en el periódico La Razón; la foto que ilustra esta entrada es mía).

POESIA ANTE LA EMERGENCIA

Quien se está ahogando sólo piensa en otro bocado de aire. Y el siguiente. Y uno más.

            Mirta Luz se veía siendo mamá de Nadia por muchos años, toda la vida, pero en 2015 torturaron y asesinaron a su hija, de 32. Machacada, con sobresaltos de horror, Mirta Luz buscó respuesta a la quemante desesperación en cada gota de sangre. Al abismo que llegó a su costado. Un camino fue «incendiar de palabras… las calles de este país de sombras». Poeta, plasmó cosas como: «No te vayas de mí, niña de azúcar, / a plantar margaritas en tus huesos. / No me dejes sin tus ojos ciega, / no me dejes sin tu voz silente, / no me dejes sin tu luz a oscuras, / no me dejes sin tu piel desnuda». Eso le dio aliento para seguir, afirma en Nadia Vera, masacre en la Ciudad de México, episodio del podcast Así como suena, de María Scherer y Carlos Puig. 

            En este 2023 encuentro que una de las virtudes más nobles de la poesía es justamente acomodar el dolor y la furia ante la violencia, para no empantanarnos. Se trata de literatura concentrada como un vaso de vino, sin cáscara ni semillas: el puro zumo. Porque necesitamos algo fuerte, que nos ayude a tragar esta piedra en la garganta: a ellas, las nuestras o desconocidas, las están matando. A nosotras chance nos toque mañana. 

            Como a diario se suma el asesinato de once de nosotras, entonces urge decir esto, del chileno Raúl Zurita«Que se me derritan los ojos en el rostro / si yo me olvido de ti / Que se crucen los milenios y los ríos se hagan azufre / y mis lágrimas ácido quemándome la cara / si me obligan a olvidarte». También aplica ante la niña víctima de violación, la aterrada en vida o muerte, la mujer que rociaron con ácido, la que se desangra en un aborto clandestino, la descuartizada. Sólo aventando del pecho versos de ese tamaño podemos pasar saliva. Y luego gritar más fuerte, porque «tu nombre es una fisura en la garganta», resume Enzia Verduchi.

            En otro caso, una madre escupe líneas que son una herida abierta: en 2012 le regresaron cachos del cráneo de su hija desaparecida. La poeta Rocío G. Benítez imagina esta escena: «¿Y si alguien comió de su carne? / Te despierta la duda a las tres de la mañana / pensando en tu torva muchacha / puesta en un plato / para el desayuno. // Y acaricias sus pedacitos de cráneo / para consolarte / para consolarla». 

            Creo que escribir o leer versos como éstos, memorizarlos, compartirlos e incomodar con ellos es de veras otra forma de protesta, de activismo. Creo también que la poesía nos regala un bocado de aire, como el que ya no alcanzaron tantas. Para seguir reclamando por esas tantas.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora, en el periódico La Razón; imagen de Pixels.com).

MI REPERTORIO INACABABLE DE PAISAJES

Hace días me topé, en la cuenta de Instagram Musical Philosophy (síganla, es extraordinaria), con un reel de la violinista alemana Anne-Sophie Mutter. Ahí señala que la partitura es un mapa: a ella, la intérprete, le corresponde revelar los árboles y las flores, de modo que el recorrido por el paisaje volcado en el papel resulte tan de gusto para el escucha como lo fue para la o el creador. 

            Cuánta sabrosidad encuentro en esa idea, la sabía sin saberlo. Las músicas son, sin duda, repertorio infinito de escenas: un lago cuando amanece, una fiesta de estruendo, espesuras, lo crudo de la calle tras una pelea, el mar en borrasca, ese parque con niños, una tormenta en la nieve, el edificio antiguo y digno, aquellos cactus. Además, cada vista lleva emparejadas pulsiones, sentimientos.

            En este sentido, desde octubre de 2021 he visto aumentar mi disfrute musical. Estiré los márgenes al añadir a creadores que desconocía, como Florence Price o Franz Krommer. Sumé piezas a mi soundtrack individual. Menciono tres: la Sinfonía No.1, de Gustav Mahler, Sigue siendo arena, de la mexicana Andrea Chamizo, la Sinfonía No. 29, de Wolfgang Amadeus Mozart. Durante aquel otoño acepté la invitación de presentar los conciertos de la Orquesta Filarmónica de la UNAM, para los programas dominicales que transmiten TVUNAM y Radio UNAM. 

            Aunque llevo años de conducir televisión y me fascina hacerlo, éste es de los proyectos que más me han significado. Por un lado está oír con atención las piezas antes y durante el concierto, para aportar un acercamiento fresco desde mi experiencia como escucha, como escritora. Me he familiarizado con las compositoras Lili Boulanger y Tania León, conocí a directoras de orquesta excepcionales que la OFUNAM ha tenido como huéspedes, entre ellas Jeri Lynne Johnson y Julia Cruz. Me emociona atestiguarlo: mi universidad pone el reflector sobre mujeres de la música.

            Por otro lado busco, ante la cámara, honrar el trabajo de los profesionales que no salen a cuadro: Valeria, Montserrat, Alejandro, Samantha, Arturo, camarógrafos, equipo de producción; además, claro, la OFUNAM en su conjunto, solistas, directores invitados y Sylvain Gasançon, director titular. Entender mejor la historia de las piezas, procesar cómo embona el engranaje de cada concierto me ha dado una ricura interior que festejo de veras. Añadió tonalidades y espesor emocional a mis días. Lo agradezco desde los hígados a José Wolffer, director de Música UNAM; a Diana León, subdirectora de producción y a Iván Trujillo, director de TVUNAM.

            Ahora debo soltar la conducción para concentrarme en escribir El lado B de la cultura, volumen 2. Lo lamento en serio, pero ya tengo bajo la piel este vicio de explorar a nuevas y nuevos compositores de concierto porque, según subrayan tanto el personaje de Cate Blanchett en Tár como Oliver Sacks, en esa música existen panorámicas que me calman, me animan, me consuelan, me emocionan. La neta, salí ganando.

(Publicado originalmente en mi columna La Utora del periódico La Razón; collage de Liam Madden, pinterest.com).

DECLARACIÓN DE AMOR POR LO MÁS FRÁGIL

Colecciono palabras como quien se aferra a lo incierto y quebradizo, la urgente decisión de protegerme contra lo invisible.

Como mi Santuario de Lourdes en el bolsillo.

Tengo notas garabateadas a mano por gente que me es una fiesta.La caligrafía con la voz de mi papá, que olvidé hace décadas, pero llevo grabada a fuego. Libros que le han regresado sustancia a una noche desinflada.

«Me enamoré de las palabras… Cuando empecé a leer versos comprendí que había descubierto la cosa más importante del mundo para mí. Estaban ahí, en apariencia inertes, hechas sólo de negro y blanco, pero fuera de su ser mutaban en amores y terror y piedad y dolor y maravilla y todas las otras abstracciones que vuelven peligrosa, inmensa y soportable nuestra efímera vida», escribió el galés Dylan Thomas. Es la declaración de amor más feroz y más absurda. La suscribo.

Desde niña me fascinan los diccionarios. Se me despertó temprano la celebración por la textura, por la música de cada voz.

Las palabras no son lo que son, sino lo que representan. Los nombres cosidos en las costuras.

Siempre cargo en la bolsa una libreta, para apuntar sustantivos o frases cuyo sonido me gusta o invenciones en una bravata de humor. Es mi pastillero de mentas para el aliento. En estos días anoté «los allases», «McOndo», «el nuberío», «mientras medito, me edito», «rebambaramba», «el farsanteo».

Acaricio verbos como quien esconde una hoja del Paraíso en el que ha estado.

«Expectantes palabras, / fabulosas en sí, / promesas de sentidos posibles, / airosas, / aéreas, / airadas, / ariadnas. // Un breve error / las vuelve ornamentales. / Su indescriptible exactitud / nos borra», versea la uruguaya Ida Vitale.

Tenía diecinueve años cuando empecé a trabajar en una revista. Confirmé mi vocación por las letras, me vi siempre de un lado de la página: de éste, siendo lectora; del otro, en papel de escritora o editando lo dicho por otros. Elegí bastante mejor de lo imaginado.

Las palabras son lo que son. Cómo suenan, a qué saben, qué colores y temperaturas oblicuas entretejen.

El verbo «jubilarse»apareció en español a fines del siglo XV: viene del latín jubilare, significa “gritar de alegría”. Retrata el gusto de quien ya no ha de trabajar y encima recibe una pensión. Claro, «júbilo» pertenece a la misma familia. Descubrir una etimología así me alegra un día gandalla.

Las palabras son lo que quiero que sean. En lo que a veces logro convertirlas: así amueblan el caos, el tedio, le dan sentido. Ojalá, también le aportan una pincelada de belleza.

Imágenes caen de la boca de un interlocutor. Desechables. Quiero rescatarlas porque chance encuentre la que estoy buscando, como quien llena un álbum de estampas del Mundial y le ofende ese hueco imperdonable en una página.

(Publicado originalmente en mi columna La Utora del periódico La Razón; imagen: verificado..com.mx).

POR QUÉ TANTO ABUSO SEXUAL CONTRA MENORES

«Resentida de mierda».

«¿Pensás que sos la única víctima? Esto pasó delante de mis ojos y no me di cuenta. ¿Sabés la culpa que cargo?».

Es un libro implacable. Andar cada página es sentir el hormigueo de la profundidad, el vértigo de pisar en falso. Allá abajo se oye un río oscuro. 

            Antes de que el #MeToo estallara en Estados Unidos en 2017 e impactara América Latina en 2018, una argentina de 22 años denunció a su tío por abuso sexual. Era 2014: con todos en contra, Belén López Peiró dijo en su país que el cuñado de su madre estuvo sirviéndose de su cuerpo de los 13 a los 17. Luego la chica se puso a escribir para tomar control de su historia, para recuperar agencia sobre lo vivido. Como desmenuza Joan Didion: en muchos sentidos el oficio de las palabras implica el acto de decir yo, de imponerse al otro y decir escúchame

«Te enojaste con la abuela porque seguía dejando que él la visite». 

«Si ella hubiera hablado, quizás vos no estarías acá». 

Se llama Por qué volvías cada verano (Palíndroma, 2021)El título no es pregunta sino afirmación: cuando la autora dijo lo ocurrido, familiares acusaron entre líneas que se lo había buscado y regresó por más. La realidad es que su madre trabajaba y no podía cuidarla en vacaciones, mientras su papá era un irresponsable, un ausente; los tíos recibían a Belén como un favor. Y el hijo de puta se lo cobraba en la sobrina.

«Esto queda entre nosotras». 

«Siempre tuviste celos [de tu prima]. Porque tenía muchos amigos, porque podía salir a bailar… Porque ella tiene una familia que la quiere. Y vos no». 

Tanto la estructura fragmentada del libro como el manejo cirujano de la polifonía transparentan la rabia y la podre que sangran cada línea. Además, la técnica formal revela que en la violencia sexual repetida contra menores no existe sólo un responsable, sino un sistema familiar negligente. Caníbal. O cómplice. 

            Me taladra el pecho pensarlo, no lo había nombrado. Belén es frontal: «no hay un único culpable». Por ejemplo, aunque abuela, tías y primas supieron del daño siguieron tratando al delincuente como si nada. 

«Hija de puta, ¿qué dijiste? ¿Cómo podés hacernos esto?». 

«Yo sé que es verdad, pero no puedo alejarme de mi hija». 

Por qué volvías se vende en Argentina, México, Uruguay, Chile, España; vienen traducciones a cinco idiomas. Eso quizá resulte en que menos familias se hagan tontas, que realmente cuiden a sus niñas. Tal vez otro efecto del éxito editorial sea que lectoras que han vivido abuso también hallen un hogar en la escritura. Uno de reparo. De justicia.

            Es un libro implacable porque enseña a ver que en tantas casas se protege con silencio al agresor. Y éste sigue abusando. Que muchas familias cuidan, sobre todo, al pederasta.

            Antes de leer yo no sabía que lo sabía.

(Originalmente publicado en mi columna La Utora en el periódico La Razón; imagen: Ann Mei, iStockPhoto).