Un día con la reina del albur (crónica urbana)

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Para dominar la esgrima mental y el chingaquedito del doble sentido me inscribí en el Diplomado de Albures Finos con Lourdes Ruiz Baltazar, una tepiteña que asegura que jugar con las palabras afina los reflejos propios para la vida. A ver si es cierto.

1.

Es una cabrona. “Y a mucha honra”, agrega Lourdes. En su puesto del mercado de Tepito, en el que vende ropa de bebé, alburea a los clientes mientras los invita a comprar. “¿Qué talla, mamacita, qué talla?”, grita con voz ronca. La destinataria del mensaje, delgada pero de caderas imposibles, no se da por enterada. “¿Un mameluco para su chiquito?”, pregunta a dos jóvenes espabilados, que se alejan riendo. Es el mediodía de un jueves y los pasillos del mercado son un hervidero. Algunos pasean como por un parque, otros avanzan con prisa eficiente, una pareja se besa sin pudor, tres niños manotean, una anciana arrastra un raquítico carro del mandado.

Los precios son inverosímiles: un trajecito de bebé cuesta 50 pesos, mientras alrededor se ofrecen CD de música a dos pesos y playeras del Barça a 100. Mientras platica conmigo, Lourdes no pierde de vista el negocio. Rápida para contestar, de ojos rasgados, inquietos, se ríe fuerte y fuma dando grandes jaladas al cigarro, como las grandes jaladas que le da al lenguaje. Porque alburear es sexualizar las palabras: estirarlas hasta dejarlas rojas, llevarlas al máximo disfrute, promiscuirlas, embarazarlas de nuevos sentidos. O, como dice ella, ponerles huevos.

2.

Estoy un poco nerviosa. En este salón improvisado de la Galería José María Velasco, en el mero Tepito, está por empezar el Diplomado de Albures Finos del que soy alumna, auspiciado por la Delegación Cuauhtémoc y con el aval del Instituto Nacional de Bellas Artes y Conaculta. No soy precisamente experta en el doble sentido, así que me siento en la tercera fila, para evitar exponerme.

El curso lo imparten Lourdes Ruiz Baltazar, Campeona Nacional de Albures, y Alfonso Hernández Hernández, cronista y director del Centro de Estudios Tepiteños. Son amigos y cómplices de años: en 1997, Alfonso inscribió a Lourdes en el torneo de albures “Trompos contra pirinolas”, en el Museo de la Ciudad de México. “Eran mujeres contra hombres. Se trataba de hablar en doble sentido y te descalificaban si decías groserías, te quedabas callado o te metías autogol”, explica ella.

“Primero, nosotras les ganamos a los hombres. Luego eliminé a las demás competidoras y algunos del público quisieron medirse conmigo. Les gané y competí contra los jueces. Al final quedé como vencedora. De ahí me viene el título de Campeona Nacional”, dice. Pícara, añade: “Yo compito duro. Hoy, si me retan ofrezco tres premios a quien me gane: al tercer lugar le disparo unos ostiones en el centro, al segundo le doy unos raspados de anís y al primero le toca la reata de oro”. Tardo en darme cuenta de que todo lo que me acaba de decir es un albur. No guardo grandes esperanzas sobre mi futuro alburero.

De rasgos fuertes, vestida con delantal con cuadros rosas, el pelo sujeto con ‘bolitas’, Lourdes arranca el diplomado como corresponde: en doble sentido. “Aquí les vamos a dar la introducción del encabezado. Van a salir sobresaltados, pero no sobrecogidos”, dice riendo. Vaya, por fin entiendo algo. Alfonso complementa: “El albur va contra el lenguaje político que no dice nada, contra la mojigatería. No solapa pendejos ni engrandece cabrones”. Lourdes dice tener el vicio de la lectura y luego abunda: “La tecnología nos ha atrasado. Si hace poco los niños debían leer para hacer su tarea, ahora se meten a Internet, copian un resumen y se acabó. Los adultos antes nos aprendíamos los teléfonos de los amigos, pero hoy todo está en el celular. Hemos dejado de usar la cabeza. En cambio, el albur hace trabajar los dos hemisferios del cerebro”. Luego recomiendan material de consulta: el libro Picardía mexicana, de Armando Jiménez, y la canción “La tienda de mi pueblo”, de Chava Flores, con líneas como: “Tuve una tienda en mi pueblo, precioso lugar./ Te vendía de un camote de Puebla a un milagro a San Buto,/ pitos, pistolas pa niños te hacía yo comprar”.

Entre los asistentes al curso, más mujeres que hombres, hay un estudiante de Sociología, gente del barrio, una señora mayor con su hija, una historiadora del arte y una chica harta de no entender el doble sentido de sus colegas: “Me trago todo”, se queja, y Lourdes revira “¡Qué rico!”. También está un chicano que aspira a no quedarse callado cuando sus hermanos, mecánicos, lo agarran de bajada, además de un ama de casa que admite: “Cuando me enfermo, mi marido dice que me va a dar mi té de ramo blanco. Hasta hace poco entendí: ‘Te_derramo_blanco’. ¡Qué cabrón!”. Alguien le pregunta a Lourdes cómo aprendió a alburear. Mientras cruza las manos, largas y delgadas, responde: “Sobre todo escuchando. En mi casa me enseñaron. Por ejemplo, mi abuela nunca se imaginó ver hijas tan grandes, y aunque mi papá ya es grande, todavía me da para el gasto”. En su español de acento gringo, el chicano brinca: “No entendí nada”. Lourdes explica que al cambiar los cortes de las palabras aparece el sentido oculto: “verijas grandes” (verija es el espacio entre los genitales y el muslo) y “mi papaya es grande” (papaya, alusión a la vagina). Es que el albur alude al sexo y a los órganos sexuales con la mayor variedad posible de metáforas y similitudes de sonido. Se trata de buscar semejanzas en todo. Así, el pene es reata, plátano, chile, salchicha, camote, chorizo, el sin–hueso o ‘lo que me sobra’, mientras la vagina es raya, papaya, mamey, sartén (donde se estrellan los huevos) y el ano se convierte en anillo, anís, coliseo, sacapuntas, el quinto o el chico. “Y al que no me crea le juego un volado de su raya contra lo que me sobra”, apunta Alfonso. Nadie se le pone al brinco.

Claro, el albur requiere imaginación y repertorio verbal. Al acabar la clase y mientras camino por Tepito pasa junto a mí un camión destartalado, desde el cual una voz monótona anuncia: “Se compran colchones, tambores, refrigeradores…”. Trato de imaginarme algún albur sobre ese pregón, pero nada se me ocurre.

No tengo remedio.

3.

Al terminar otra sesión del Diplomado entrevisto a Lourdes. Con uñas postizas y precisa al hablar, la Reina del doble y triple sentido de las palabras está acostumbrada a las entrevistas. Precavida, me preparo para lo que venga.

—¿Cómo estás?

—En lo que cabe estoy bien… y en lo que no cabe, cómo duele.

—¿Qué es el albur?

—Es un ajedrez mental donde hombres y mujeres nos ponemos al mismo nivel. Alburear no es de machos ni de nacos, sino el ejercicio de aprender a reutilizar las palabras, a sacarles el jugo, a ponerles genitales. Cualquiera puede decir una grosería, pero no cualquiera es capaz de hacer un albur.

—¿Qué te gusta de alburear?

—Es divertido, un juego. Además involucra agilidad mental, porque apenas terminas de decir algo y ya tienes que ver cómo contestar. Eso sí, entre más complejos tienes, menos reflejos para la vida.

—¿Te los aprendes de memoria o los improvisas?

—No me gustan los ya hechos, prefiero los que inventas en el momento. Por ejemplo, si me preguntas sobre mis lugares preferidos de la República, te digo que mi estado favorito es Puebla, famoso por su mole, su camote y sus mascadas. Ahora te venden el dulce en barras y hasta en cajones. De Zacatecas me gusta su leche, es riquísima. ¿Y de Oaxaca? Sus memelas.

—Según Sergio Corona, las tres reglas del oficio son no explicar nada, no decir groserías y no “cometer suicidio”. ¿Falta alguna?

—Corona es un maestro del albur fino. Estoy de acuerdo en evitar las groserías y el autogol, y también es básico no quedarte callado. En lo que no estoy de acuerdo es que no se expliquen los albures. Yo lo hago, porque sólo así se aprende.

—¿Qué puede uno hacer cuando no entendió?

—Reírse y disfrutarlo. Luego, preguntar: “¿qué me dijiste?”.

—Esto es como el lenguaje de los políticos porque ambos requieren explicación, como cuando el vocero de Vicente Fox traducía: “Lo que el presidente quiso decir es…”.

—Ninguna de las dos jergas se entiende fácil, pero el albur es divertido y el habla de los políticos no, y menos cuando pagas impuestos. Los políticos te cogen de verdad y ni un besito te dan.

—Dices que el albur es el sismógrafo de la experiencia sexual. ¿La tuya es amplia?

—Claro, ¿la tuya no? Aquí te la ampliamos…

Me acaba de coger y apenas me doy cuenta.

4.

Aunque nació y creció en Tepito, el barrio macabrón, siendo niña ya tenía ganas de mundo: de grande quería ir a Europa, tener un hijo y una casa con jardín. Actualmente, conoce Europa y tiene una casa sin jardín, “pero tengo un chingo de pasto allá afuera”. Además hace las veces de mamá de Valentina, una adolescente que en realidad es su sobrina, hija de su hermana que murió en un accidente. “En Tepito, las mujeres nos chingamos para sacar adelante a nuestros hijos. Si te va bien el papá da dinero, pero la que educa y forma a los hijos es la mamá. Se dice que detrás de un gran hombre hay una gran mujer y es verdad: atrás, adelante, arriba, donde se acomoden”.

Con su boca grande se ríe de todo y parece comerse el mundo, pero las cicatrices que carga no son poca cosa. De chica era traviesa: se resbalaba por el barandal de la escalera de la vecindad y una vez se golpeó muy fuerte en la ingle. Para evitar el regaño no dijo nada, sin saber que a lo largo de dos años se le desarrollaría un tumor canceroso. Al detectarlo la operaron y recibió radiaciones, pero los médicos dijeron que máximo viviría hasta los 15 años. Tratando de salvarle la vida, su mamá firmó una autorización médica para que le quitaran los ovarios y la matriz. Cuando Lourdes lo supo se llenó de coraje hacia ella, por cancelarle la posibilidad de tener hijos. “Sentí odio gacho, feo”. 

Enojada y sin saber cuánto tiempo de vida le quedaba, se dedicó a emborracharse y a vivir de fiesta, hasta que su mamá la corrió de la casa. Vinieron años negros, de calle, de alcohol y drogas. “Vivía con doña Chole, doña Soledad. Muy de la chingada”. Por fin, una amiga la retó a ir a Alcohólicos Anónimos. Fue y aunque le parecía una pendejada, se quedó. Poco a poco entendió que estaba viviendo para el cáncer, alrededor de él. Quiso aprender a vivir con él.“Un día dije: ‘ya estuvo, pare de sufrir, cabrón’. Hoy veo las cosas distinto, disfruto la vida y si mi cuerpo necesita quimioterapia no hay pedo, la tomo, ya no la sufro. Chaplin decía que un día sin reír es perdido. Es cierto, hoy no dejo de reírme, incluso de mí misma. Por eso digo que soy cabrona, porque serlo no quiere decir pegar, robar o matar. Eso lo hace cualquier pendejo. Ser cabrona es caerte, levantarte y decir ‘no pasa nada’, porque la vida siempre tiene que seguir y hay que chingarle”, dice. 

Sus ojos negros miran de frente.

5.

Estamos en su puesto en el mercado. Mientras veo pasar un travesti que cojea desde tacones altísimos, Lourdes me cuenta que desde la infancia empezó a atender este negocio de sus papás. “Y hace años pude comprar otro puesto, mío. Ahí empecé a vender piratería, hice lana y con eso viajé. Conozco el mundo completo. Es para lo único que trabajo. He estado en el Vaticano, en Austria, Francia, Italia. Lo que más me ha impactado es Egipto. La primera vez que estuve ahí, uta, fue increíble”. Además, dedica parte de su tiempo a difundir la riqueza cultural de Tepito, que más que su casa es “un orgasmo, porque todo el mundo quiere llegar a él y, cuando llega, no quiere irse”. Y, claro, también enseña sobre el albur, esa esgrima en la que “entre la guasa y la risa te clavan la longaniza”.

Siempre jugando, dice que se encomienda a San Alejo para que le ponga uno más pendejo y que su película favorita es Por tus pugidos nos cacharon.

Entonces, le pregunto: Dicen que en Tepito hay que jugarse el pellejo. ¿Tú te lo juegas? “Sí, hay que chambearle duro, echarle ganas”.

Estoy orgullosa: me la acabo de alburear y no se dio cuenta. No importa que estuviera distraída.

(Originalmente publicado en la revista SoHo de marzo 2015)

Publicado por Julia Santibáñez

Me da por leer y escribir. Con alta frecuencia.

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