
A la memoria de Dalia Perkulis
Es monstruosa la maldad. No conoce límites ni pudor, se rebasa a sí misma, el horror absoluto. Es audaz de la forma más descolocante: busca nuevas maneras de arrancar con los dientes un pedazo de otro ser humano, masticar un poco para luego escupirlo. Degradarlo.
Brenda tenía cuatro años. En junio la violaron y asesinaron en su casa en Chichiquila, Puebla; los atacantes son tres vecinos (el mayor, de 20 años). Durante julio, Luz Raquel Padilla Gutiérrez fue quemada viva en Zapopan, Jalisco. Su hijo, de 11 años, tiene una condición de autismo y cuando cae en crisis hace ruidos molestos para su vecino, quien la amenazó de muerte. Cuatro tipos y una mujer rociaron con alcohol a Luz Raquel en un parque y le prendieron fuego; a los 35 años murió con noventa por ciento del cuerpo carbonizado. Brenda Jazmín, de 38, buscaba a su hermano, víctima de secuestro; fue torturada y asesinada en Cajeme, Sonora, hace días. Debanhi Escobar, de 18, no murió accidentalmente en Nuevo León: cien días después se confirma que la asfixiaron.
Tenían vida, toda la que se puede alojar en las arterias, el hígado, las pupilas, la lengua. Sobrevivieron a accidentes, enfermedades, la pandemia, pero en un instante de exterminio dejaron de ser. Ya no están ni son. No pueden. Carajo, ¿qué podían haber hecho para seguir aquí? ¿Saltarse los cuatro años, estrangular al hijo para que no incomode, olvidar al hermano, no salir jamás a una fiesta aunque tengas dieciocho?
Me enciende los corajes la muerte ensañada, multiplicada por miles, «el poder de los pocos / y el gemir de los muchos», escribió Enriqueta Ochoa. Porque Brenda, Luz Raquel, Brenda Jazmín y Debanhi no se murieron. Las mataron. Ahora mismo leo a Judith Butler y le pongo palabras: como mujer pertenezco a una categoría asesinable. Por estar viva soy foco de acoso, violación y feminicidio, pero también por estar viva reivindico mi derecho a nombrar a las muertas, subrayar sus historias.
Mientras busco algún modo de no bajar los brazos, no resignarme ante esta sociedad que chapotea en sangre de nosotras acudo a esto, del chileno Raúl Zurita sobre las masacres en su país. Tiene la fuerza de la poesía para expresar de manera renovada la rabia feroz. No podemos acostumbrarnos a lo pavoroso, lo tremebundo, que lastima la tierra misma: «… Las piedras gritan. Nadie, salvo las piedras son capaces de gritar así. Las flores también gritan, pero sólo cuando las dobla el viento. Oí campos enteros de flores doblarse en el viento.
Les vaciaron los ojos ¿sabías? les arrancaron los ojos de las cuencas. Por eso en estos poemas nadie ve, sólo oye. Las flores oyen y gritan a veces al doblarse bajo el viento. Los rostros no ven. Las piedras están locas y sólo gritan.
Nadie ve. Tal vez las cercenadas flores se aman».
Es un horror lo que se vive en éste país a diario… Ya no sabe uno si tus hijas salen y si volverán. Ya se llegó a un punto donde la impunidad no tiene límites. Creo firmemente que como seres humanos nos hemos degradado a más no poder…
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Esta pesadilla no termina.
No es comparable pero no sabes si sea menor el dolor, la pena de los padres, hermanos hijos, de los hombres, pues.
Que no deje de oírse tu voz, querida Julia pero que nadie pretenda que un hombre no pueda expresarse ante esta tragedia que a todos golpea.
Un abrazo.
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Es incomprensible tanta maldad, ¿qué virus mental aberrante se atraviesa en los victimarios, para ejecutar un crímen? ¿a qué se debe que entendemos su irracionalidad y no lo ven ellos, los victimarios? ¿Habrá poca atención al estudio sociopatologico, con fines de prevención? Lo cierto es que primero debemos atender orígenes más objetivos que deben ser percibidos por el entorno de la víctima con las primeras quejas, antes de pasar a mayores consecuencias.
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Es incomprensible por un lado, pero por otro recuerdo lo dicho por Terencio hace muchos siglos: «Soy humano y nada de lo que es humano puede parecerme ajeno».
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