«Ninguna cosa es más importante que otra», escribió Silvina Ocampo. La frase me parece luminosísima. Claro, nos engañamos al creer que hay cosas fundamentales y otras que no lo son tanto, que algunos momentos (y las palabras que los nombran) son desmesurados, que el nacimiento de un hijo es más trascendente que tomarse las manos a medianoche, que asistir a la muerte de un ser querido tiene más peso que atesorar el botón de una camisa descolorida. ¿Y si fuera al revés? Pero no, dice Silvina. Ninguna cosa es más importante que otra. Desear a alguien con la furia de todas las palomas aleteando al mismo tiempo no es más vital que amarrar las agujetas de los tenis y seguir caminando.
Es posible que sea así si vemos las cosas desde la distancia, pero el valor de las cosas lo ponemos nosotros en función de nuestra historia y nuestra esencia. Cada uno va con su escala de valores a cuestas.
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Sin duda, pero también suele haber consenso social sobre lo significativo (o no) de determinadas experiencias. Me gusta mucho la imagen de llevar la escala de valores a cuestas, una suerte de casa de caracol que a veces nos resguarda y otras tantas nos frena en el camino.
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Claro. Vivimos en sociedad y comparamos nuestras escalas. Así vamos ajustando valores.
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Pero y si de pronto nos rebeláramos (reveláramos) y diéramos más valor a un beso furtivo que a un rascacielos? A un
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¿Acaso no lo hacemos?
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Individualmente, sin duda. Socialmente, ojalá.
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Sería hermoso, lo que no sé es si sería bueno.
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Lo hermoso es bueno. Más aún, suele ser necesario.
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En eso disiento. Hay tragedias y sacrificios (no me refiero a los ajedrecísticos, claro está) que pueden resultar hermosos, pero sería mejor poder prescindir de ellos.
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Disentimos, ni hablar. Soy una esteta del asco, lo asumo: por un rato de belleza me parece que vale la pena cualquier sacrificio.
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Y es hasta admirable, pero la comunidad no admite su sacrificio en aras de la belleza.
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No sabía que Silvina se había adelantado tanto al posmodernismo. Estoy en total desacuerdo, claro está; creo que sí hay cosas más importantes que otras y que la mirada de «todo vale lo mismo» es la misma que dice «todas las opiniones son iguales» o, peor aún, «todo es opinión». No, soy de la vieja escuela; esa que dice que hay diferencias entre un concierto de Mozart y una cumbia o entre un beso y otro (sin entrar en detalles). Nadie dice «maldición, va a ser un día hermoso»; salvo en algún poema o algo así.
Abrazo que vale.
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Sé que pescaste mi ironía. Por supuesto, tampoco yo creo que todo valga lo mismo.
Abrazo, éste sí, recubierto de oro y diamantes.
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Es decir, como los de siempre…
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Muaaaaa.
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