
Me sustraigo del caos para refugiarme impunemente en una canción. Pasa con frecuencia que busco la frontal. La adolorada. Entre mis tangos favoritos cuento «La última curda», cuyo inicio plantea la desolación que de pronto me urge subrayar, casi con la petulancia de un perro que se regodea en el lodazal: «Lastima, bandoneón, mi corazón / tu ronca maldición maleva; / tu lágrima de ron / me lleva / hasta el hondo bajo fondo / donde el barro se subleva». ¿Qué somos en la capa más recóndita sino barro sublevado? Curda significa «borrachera» en jerga lunfarda. Así, la vida es una embriaguez compartida y fugaz; todos vamos llorando un «sermón de vino».
Este género musical del Cono Sur, como el jazz, nació en casas malas, sitios de fama infame. Por eso tiene»la dureza viva del arrabal», recuerda Borges en las charlas que impartió en los sesenta y compila El tango. Cuatro conferencias. En ese ambiente nacieron melodías de piano, flauta, violín; el bandoneón, de origen alemán, se integró más tarde. Pronto comenzaron a tejerse letras con una carga de drama. Y una estética de envidia.
En estos días, en que me desbordo de gustos personales, no dejo de oír «A media luz», en la versión de Gardel o en la contemporánea, de la uruguaya Francis Andreu. Es un tango narrativo, si los hay: con breves pinceladas describe un encuentro de pareja en la calle Corrientes tres, cuatro, ocho. «No hay porteros ni vecinos». En el segundo piso espera un coctel, una vitrola que llora viejos tangos «de mi flor» y «un gato de porcelana / pa’ que no maúlle al amor». Ese gato testigo es una barbaridad de imagen. La atmósfera está dada y viene el coro: «Todo a media luz, / que es un brujo el amor, / a media luz los besos, / a media luz los dos. / Y todo a media luz, / crepúsculo interior, / qué suave terciopelo / la media luz de amor». Puedo tocar la penumbra vaporosa. De hecho, estoy ahí.
El narrador cambia de locación: va a Juncal, doce, veinticuatro. Entre música y champán «hay de todo en la casita, / almohadones y divanes, / como en botica cocó, / alfombras que no hacen ruido / y mesa puesta al amor». Esa hondura textual del uruguayo Carlos César Lenzi sugiere todo, sin decir nada. No es un caso único. La literatura tanguera (en palabras de Idea Vilariño) está empapada de bellezas por el estilo, aunque alguien las llamará superadas o cursilísimas.
Un día me cayó el veinte: todos los libros del mundo hablan de mí. Cada uno desenreda poco o mucho la maraña contradictoria que soy, por eso los necesito. También los tangos, con dureza arrabalera, ayudan a explicar qué me emociona, qué resortes internos se activan en mí: la osadez provoca que hoy sólo quiera hablar de esta luz de terciopelo.
Solo se puede decir que el tango es una esquisitez y que cada quien tiene su favorito… Por lo pronto el mío se titula «Cuesta abajo»…
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Me gusta, por dramático.
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Julia. Nacido en pueblo de cordillera y volcán, solo seis calles, la principal Real y la arrabalera de La Rioja, el tango sonaba como una canción de cuna y nos acunó «Caminito» y cuando llegó el más hampón que había matado por honor, hizo sonar «Muchacho». Así para cada ocasión su tango y el cuerpo de Gardel pasó por la carretera más cercana cuando la «Caravana de Gardel» se iba a Buenaventura. Por esa identidad es feliz y nostálgico leerte. Un bello dolor dulce.
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«Muchacho» es precioso. Qué suerte haber crecido entre notas de tango, Guillermo. Saludos y gracias por leer.
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A hoy munchos ponderan los “tangos” del tal Astor Piazzola o como se escriba, mas no puede decirse que ese compa aunque haya sido “Che boludo” hacía, realmente tangos porque el tango para empezar, era un tipo de trova popular, o sea que tenía letra, pero lo que yo he oyido del tal Piazzola non se “canta” mi Reyna, o sea que parece que hacía sòlo piezas de corte instrumental, que son más bien composiciones “cultas” que sólo en el vero cantar del tango se vinieron a inspirar.
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