Crónica del último día en la selva

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Todas las fotos: Julia Santibáñez

Parque Nacional Lagunas de Montebello, ejido de Tziscao, orillas de la selva. 1 p.m.

Salir del interior de la reserva nos tomó varias horas en una angosta carretera rodeada de neblina, humedad y vegetación que se quiere comer el asfalto. Al principio, el camino es solitario, con muy pocos pueblos pero, eso sí, cuatro retenes militares. Por kilómetros y kilómetros no hay gasolineras, de modo que los escasos pobladores venden el combustible en garrafones, a un precio mayor al de mercado. Luego, poco a poco, más autos, más gente, hasta el bullicio de aquí, donde por Fortuna los muchos turistas se reparten entre las 59 lagunas, de modo que ni se sienten.

Desde los miradores de las lagunas se ve agua de casi todos los colores: verde bandera, azul claro, azul marino, «azul profundo» (como dice Abenamar, el guía local), en algunas partes incluso cercano al negro. Es increíble cuántos matices puede adquirir un mismo elemento, dependiendo del reflejo del sol, de qué tan hondo esté el lago, de la composición del suelo, de la sombra que proyecte la vegetación de alrededor. Tanta belleza casi marea y sin duda quita el aliento.

Mientras vamos de un lago a otro, para entender un poco más la cultura local preguntamos al guía cómo se maneja la herencia de los ejidos. Responde que el padre de familia, dueño de la tierra y poseedor del documento que lo acredita como tal, escoge entre sus hijos varones al más trabajador, al que más ayuda en las labores del campo, al que «no ande en la pura tomadera» y a él le transfiere en vida la propiedad del ejido. Pregunto si las hijas no son consideradas y responde que no, los dueños de las tierras son «puros hombres». Insisto: ¿por qué excluyen a las mujeres? Contesta: «Porque los hombres tienen más pensamiento». Aprieto la quijada y apresuro el paso hacia el siguiente cuerpo de agua.

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Publicado por Julia Santibáñez

Me da por leer y escribir. Con alta frecuencia.

9 comentarios sobre “Crónica del último día en la selva

  1. los usos y costumbres son más poderosos, que las razones y las leyes, el sur, siempre el sur, nos sorprende con tantas cosas. Yo crecí en ese sur y a veces no puedo creer lo que escucho, pero la vida siempre fue así…

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  2. «Tanta belleza casi marea»; creo que ésa es la síntesis perfecta. Los que vivimos en las ciudades olvidamos el enorme poder alucinógeno de la pachamama.
    También nos hace olvidar que las costumbres propias de un lugar específico, aunque extrañas u opuestas a nuestro buen entender, pueden tener un valor práctico que se nos escapa en un primer momento. Como citadino del siglo XXI entiendo cuando dices «aprieta la quijada»; es algo que uno hace aun leyendo el texto, pero es muy posible que ello tenga un sentido más profundo. Es muy probable que de ser pasados esos ejidos a las mujeres, con el paso del tiempo se desvirtuara toda la historia familiar, ya que a través de los esposos (allí sí el machismo sería una cuestión negativa), esas tierras terminarían vaya a saber uno dónde. Por lo menos se las dan al más trabajador y no, como solía hacerse, al mayor; lo cual ya sabemos –historias sobran, incluso hasta en la biblia– que puede terminar en cualquier desastre familiar.
    No apoyo ese tipo de actitudes, obviamente, sólo intento comprender ciertas cuestiones culturales aunque no me sean propias.

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    1. Así lo dejó entrever el guía: dar tierras a las mujeres implica el riesgo de perderlas a manos del marido. De hecho, previo a esta escena que narro en el post nos comentó que en el ejido donde están las Lagunas de Montebello sólo pueden vivir los hijos de los ejidatarios. Nadie externo puede habitar ahí… bueno, ningún hombre. Las mujeres de fuera no tienen problema porque «se juntan con alguien del ejido», pero los hombres lo tienen prohibido. Obviamente son cosas que chocan pero que, como dices, tienen su propia lógica interna y es tal cual la que mencionas.

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      1. Por eso hice la salvedad sobre el hecho de que nosotros, los que vivimos en las ciudades tenemos, a veces, que adecuar nuestra visión bastante diferente a la de ellos. La valoración sobre estas formas del «bien» y el «mal», aunque resulte curioso, no deja de ser subjetiva.

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        1. Lo sé, es una lección de humildad. Uno se cree el centro del universo, el progresista y moderno, pero sus puntos de vista son inviables en otras realidades. Ahora que en casos extremos sí soy terminante: ¿hasta dónde «respetar» los usos y costumbres si atentan contra la dignidad/la vida? Por ejemplo, la infibulación o la lapidación contra la mujer adúltera en Medio Oriente. Desde mi punto de vista, sin duda ahí los derechos humanos deben ir primero que cualquier tradición.

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          1. Cien por ciento de acuerdo. Hace un tiempo escribí un post al respecto de la lapidación y los asesinatos de «honor» (término que debería ir entre 28 comillas). Hay casos en donde no se puede ser tolerante, en donde las aberraciones son tales que no deben permitirse bajo ningún concepto (los cuales son, generalmente, religiosos).
            Cariños.

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            1. Así lo veo, pero cuando las religiones están muy entretejidas en una cultura es complicado separar unas de otra. Sin embargo, creo que no hay opción: defender la dignidad y la vida incluso por sobre la cultura resulta prioritario.

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              1. Por supuesto. Ya sabes que si por mí fuera, desterraría a todas las religiones del planeta, creo –y quizá sea demasiado poco flexible en este punto, lo reconozco– que han sido la fuente de los mayores pesares de la humanidad. Y que lo siguen siendo. ¿Pero cómo luchar contra ello cuando, como bien dices, están tan entretejidas con la sociedad?

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