
En otra vida fui árbol. Un cedro que con frecuencia cambiaba de lugar, por desentumirse.
Llego a los Viveros de Coyoacán. Traigo sobrecarga de kilos emocionales, no tanto por algún desencuentro, sino por lo que me digo sobre el desencuentro. Nada nuevo: no me afecta lo ocurrido, sino la historia que armo en torno a eso.
Luego de pasear largo rato entre árboles y de abrazar algún fresno despistado, voy a la zona de venta de plantas. Aquí veo unos alcatraces de vibración serena. Allá suculentas, álamos, gardenias, helechos y profusión de orquídeas, esas flores “de origen submarino” según dijo el tabasqueño Carlos Pellicer. Salgo cargando tres nuevas bellezas; dejé los fardos negativos entre la tierra de alguna flor. Mi pelo podría llenarse de pájaros.
Cuando el mundo se pone de pie encima de mis hombros tengo dos salidas que me alivian siempre: una es leer; la otra, acercarme al mundo vegetal. Natura tiene una potencia sanadora capaz de regresarme al centro. Es como volver a casa, su armonía pone todo en el lugar preciso. Entre las jardineras del frente de mi casa y el patio tengo un olivo, un limonero, un durazno y unas cincuenta macetas, sin contar las de interior. Les hablo, las riego, las podo, las abono, he salvado a más de una de plagas siniestras. Me ablanda ser parte de la misma red de vida.
Hace poco leí algo impresionante por recomendación de Gustavo, amigo que además de amar las plantas, las ha estudiado como pocos. Aunque imaginamos un bosque como un conjunto de seres, cada uno en competencia por luz y agua, bajo tierra todos se enlazan a través de la micorriza, es decir, la sociedad que forman raíces de árboles, plantas y hongos. En muchos kilómetros cuadrados, los cientos de seres que la integran comparten agua, fósforo, carbono, además de comunicarse peligros o perturbaciones, como plagas de insectos. De alguna forma hablan para ayudarse a sobrevivir.
La doctora en ecología forestal Suzanne Simard, de la Universidad de la Columbia Británica en Canadá, estudia la asociación simbiótica en el bosque. Ha puesto en claro cómo los árboles dan y reciben nutrientes entre individuos, pero también entre especies, como abedules y abetos. Lejos de robarse sol o alimento, cada miembro enriquece a otros. Cuánto hay por aprenderles.
“Crear una flor minúscula es un trabajo de siglos”, escribió el poeta británico William Blake. Es una imagen de tremendura que resume la sabiduría vegetal. Cuando estoy entre plantas me serena su estar callado, sin aspaviento, la belleza cotidiana que regalan a cambio de algo tan brutalmente sencillo como agua y tierra. El verde de todos los colores me oxigena. Me hace bien su paciencia limpia, nutricia.
Dije que en otra vida fui cedro. O que hubiera querido serlo. “Algo en mi sangre viaja con voz de clorofila”, escribió también Pellicer. Pues así.
(Originalmente publicada en mi columna La Utora, en el periódico mexicano La Razón; la foto es mía, de algunas de mis plantas más atesoradas y mi joven olivo, al fondo).
Estimada Julia, muy tarde accedí a ver su blog, lo que debió haber sido mucho tiempo antes, pero la vida, con sus inexplicables laberintos a veces te pierde, enmaraña y obliga a viajar por caminos que no escoges. Pero eso, a pesar de algunas molestias causadas por los tropiezos, es saludable, porque te abre ventanas antes desconocidas y transitas con tus pasitos de gnomo hasta que blanquean tus sienes casi repleto de pensamientos desde las vidas de otros que también cruzan por esas sendas.
En fin, que hace poco encontré esa hermosa madeja de sus letras, eso me contenta y sin pensarlo aquí estoy, presto para escuchar y con calma, porque aunque mis árboles, de tanta vida, ya andan con gruesos troncos y numerosas anillas, sigo caminando esos bosques, pero iré recuperando, desde lo que generosa y genialmente comparte, cada pliego, gesto, desafío a la memoria.
Muchas gracias,
Iván
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Qué gusto saber que de alguna forma llegó a este espacio de letras, Iván. Le agradezco sus palabras Los hados a veces se portan bien. Los troncos gruesos indican que se ha vivido mucho y visto mucho, así que hay que celebrarlos.
Pase y tómese un café. Es bienvenido por aquí.
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Ahh, amiga, cuanto desearía poder compartir un café, pero nos separa una gran distancia que espero alguna vez pueda acortarla.
Resido en Cuba y a los 73, que están por alcanzarme, me mantengo como profesor consultante de una Universidad Médica en mi provincia. No obstante, después de descubrirle he de estar disfrutando a menudo de los tesoros del blog y si me lo permite, tal vez, acompañarle en alguno de sus espacios. Saludos cordiales, Iván
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Con gusto nos encontramos por aquí, Iván. Saludos hasta la isla bonita.
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Amalurra -la Madre Tierra de los vascos- siempre nos pone en nuestro sitio. Nos premia y nos castiga, como una madre buena, en una suerte de karma infinito, para hacernos mejores. La pobre no lo consigue, porque el humano es el más depredador de sus hijos, voraz asesino destructor de especies. Pero Amalurra nos abraza también y nos deja conectar con ella. Que hermosa esa red oculta de la que hablas. Creo que por eso me gusta tanto Avatar, ese cuento en el que todos los seres vivos están conectados. Lo estamos, aunque no nos demos cuenta. Por eso abrazar a un hermano árbol, receptor de miles de historias anteriores a nosotros mismos, nos llena de plenitud. Somos tan pequeños ante eso, que cualquier problema se disuelve. Llámame loca, pero a mi ya comienza a darme pesar incluso cortar una flor para disfrutar en casa de ella….siento que le duele. Como siempre, me encantaron tus palabras, y tus sensaciones y tu jardín. Abrazo enorme desde acá.
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Julia. Te leo esta entrada y me llega la serenidad con emociones que me llevan al mundo vegetal con todos sus espíritus.
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Gracias por leer y comentar. Saludos.
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