
No hablo en general, por supuesto. Los fallecidos de la historia y la geografía son apenas un número, pero quienes llamamos con la frente alta y el corazón anchurado “nuestros muertos”, carajo, qué macizos cuando se van. Poco importa si fueron guapos o feos, la cantidad de disgustos acumulados, los calendarios que llenaron en su andar: nos suman kilos en las venas. “Sucedes por adentro de mi carne / y dueles en el centro de mí misma”, escribió la cubana Carilda Oliver Labra. No puede decirse mejor.
Si fueran uno o dos podría manejarse, aprenderíamos de nuevo a hacer todo asimilando el trancazo de saberlos inalcanzables, ya con la ralentización al caminar, que ayer desconocíamos. El verdadero problema es que de pronto la nómina acumule gravedades y vacíos nuevos en el ánimo. Nadie es capaz de seguir como si nada, cuando acaban de inyectarle plomo en los tuétanos.
Hace un año por estos días, una señora que conocí se inscribió en la lista interminable de los difuntos, siempre tantos más que los vivos, suficientes para llenar países con hileras de ataúdes puestos en pie. En esa mujer vi cómo opera el volumen sólido de la carencia. Cargó durante treinta y seis años la desaparición de su marido, aguantó cada ida al cementerio igual que las grandes. Luego se fueron sin decir adiós su mamá, varios hermanos, amigas y amigos. Aunque se le veía disminuida, toreaba el mal tiempo, pero en 2019 un infarto se llevó a uno de sus hijos. Fue la estocada final.
Lo que no te mata te hace más fuerte, dicen. “Durante mucho tiempo he considerado este epigrama especialmente engañoso. Hay muchas cosas que no nos matan pero nos debilitan para siempre”, escribe Julian Barnes en la rara novela Niveles de vida. Me acuerdo Utora de cómo aquella señora repetía desde la fractura interna, casi sin aire por la montaña que le cayó encima: “Se me murió mi hijo, se murió, mi hijito, se me murió, cómo va a ser”. Poco más de un año después se fue a buscarlo.
Acudo a una metáfora: creo que nuestros muertos son polvo de ausencia, una llovizna imperceptible de cal, llovizna imparable que a diario nos mancha los hombros. Con el paso de los años el polvo va ganando espesor hasta que de golpe la espalda se dobla, vencida por tantos nombres que lleva a cuestas como bultos de cemento innegociable, endurecido. Un día, sin poder más, esa persona cruza la calle, se instala en la otra acera y en la misma tarde empieza a lloviznar sobre los suyos un polvo que al principio nadie nota.
La señora de la que hablo es mi mamá. Hoy cómo pesa que no estén aquí sus manos y no las ponga ni una vez más en mi cabeza.
(Originalmente publicado en mi columna La Utora en el periódico mexicano La Razón; foto: thejccom).
Hola, Julia! Lamento que te duela tanto pero hay dolores sobre los cuales no se puede hacer nada que no sea bajar la cabeza y sollozar. Madre solo hay una, y maravillosa. La mía también partió ya, hace dos años, y mi hija mayor me obsequió La rueda de la vida, que rodó como ella esperaba.
Un gran abrazo solidario y que halles resignación cuando lo estimes pertinente.
P.D. También te disfruto en estos textos de dolor y desesperación.
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Gracias por la compañía, José de Jesús. Va un abrazo solidario para ti, por tu orfandad.
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Uff. que manera de expresar la ausencia de quien tanto nos amo y a quien tanto hemos amado. Efectivamente, podrán decir que así es la vida, que el tiempo pasará, que el tiempo lo cura todo.
Cuándo… hay dolores que estarán en nuestro ser, pues no es el muerto, es quién es el muerto y lo que uno vivió al lado de ese ser, que se quedo inerte. y que a veces desearíamos que regresará y que se repitieran los momentos más bellos, que vivimos con ellos. Te abrazo Juls. Y entiendo perfecto tu sentir.
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Muchas gracias por leer y por compartir. En efecto, la oquedad que nos deja cala muy hondo. Saludos.
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Una vieja amiga me dijo una vez que somos, en esencia, pasado. Cada vez que uno de los nuestros se va parte de ese pasado se desvanece y nosotros con él. Si, por desgracia, el que se va es de los que en lógica debían de permanecer aquí cuando nos ausentemos el daño es aún más irreparable, pues se va yendo lo poco que tenemos de futuro. Y tienes razón, hay faltas que pesan tanto que en
ocasiones no sabemos como podemos mantenernos en pie. Un abrazo (o dos).
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Creo en buena medida somos pasado, pero que no se olvide que también somos presente y ahí radica la posibilidad de asimilar el dolor y vivir con él. Gracias, Gonzalo. Un abrazo de regreso.
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Efectivamente. Y sin presente no hay pasado, en varios sentidos. Lo leía así hace poco en un libro que lleva por título El bazar de la memoria.
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Muy de acuerdo. Saludos, Gonzalo.
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Gracias Julia por esas palabras tan emotivas y verdaderas. Las personas que hemos perdido a nuestra madre nos sentimos identificadas contigo. Un abrazo.
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No somos tan diferentes como a veces queremos creernos, porque tenemos distinta nacionalidad, idioma, credo, afiliación política, etc. Como bien dices, en los dolores nos encontramos. Gracias muchas.
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Hay personas a las que enterramos en la tierra, pero las hay especialmente queridas que tienen nuestro corazón como mortaja. Su recuerdo se mezcla cada día con nuestras palpitaciones; pensamos en ellas lo mismo que respiramos, están dentro de nosotros por una dulce ley de la transmigración de las almas propia del amor. Un alma mora en mi alma. Cuando a través de mí se hace un bien, cuando se pronuncia una palabra hermosa, esa alma habla, actúa. Todo lo bueno que hay en mí emana de esa sepultura, como emanan de un lirio los aromas que perfuman la atmósfera.
Honoré de Balzac, El lirio en el valle.
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Olé, maestro, vaya cita.
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