«Soy humano, y nada de lo que es humano puede parecerme ajeno», dijo Terencio. Creo haber mencionado esa cita antes, la recuerdo mucho; ahora, por ejemplo, recién terminada la novela del colombiano Gamboa (Mondadori). Como Manuel, protagonista de la historia, recuerdo ese momento de la infancia cuando alguien me miró y me hizo sentir persona o, en palabras suyas: «La primera vez que alguien se puso al nivel de mis ojos y me dio un abrazo […] tendría tal vez siete años […] Juana me recogió del suelo […] fue un espejo que cayó de lo alto y me reflejó el alma». Ese instante definitorio entre él y su hermana dispara una narrativa limpia, cuidada, y una trama poderosa, en la que muchos desencuentros llevan a los hermanos a buscar reunirse, aunque ello implique comprometerlo todo. Y como conecto con ese parteaguas de los personajes, me resulta verosímil y conmovedor su cariño, su desgarro vital por encontrarse.
El telón de fondo es la Colombia de Álvaro Uribe, con su dosis de abusos, drogas, desaparecidos, violencia no-oficial. «El Padrino en Colombia es una crónica costumbrista», dice uno de los personajes, y al pasar las páginas al lector le consta que es así. En ese marco se teje una extraña historia de amor, a ratos algo lenta pero al final efectiva y humana (diría Terencio). Como epígrafe, Gamboa usa estos versos exquisitos de Roque Dalton, que resumen el espíritu desconsolado y tierno de la novela:
«No pronuncies mi nombre cuando sepas que he muerto,
desde la oscura tierra vendría por tu voz».