Odiar, la máxima debilidad

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«Hemos vivido aprendiendo siempre a odiar a alguien. El machismo, el maltrato infantil, la segregación social, el racismo, el clasismo, la violencia laboral, todas esas taras tienen su origen en una educación cuya base fundamental es el odio», escribió en 2013  en su blog el autor colombiano Mario Mendoza. Hoy retomo su texto porque me parece pertinente ante los hechos de sangre de esta semana en Francia contra Charlie Hebdo, publicación de corte satírico, pero también contra la realidad cotidiana en México, donde nos es fácil acumular odio y parecemos creer que nos hace más fuertes. Más fregones.

En su blog, Mendoza cuenta esta anécdota: «Hace poco, en Bello, Antioquia, al finalizar una grata conversación en público se levantó un señor y pidió la palabra. Fue una intervención memorable. Habló de cómo, desde niño, le enseñaron a odiar. Creció en un hogar de católicos recalcitrantes y le enseñaron a odiar a los ateos, gente sin fe y sin Dios, sospechosa de llevar vidas licenciosas y desordenadas. Luego, en sus años de adolescente, unos tipos en Cuba hicieron una revolución, y entonces le enseñaron a odiar a los comunistas, gente rara que no creía en el trabajo ni en la propiedad privada. Más tarde, le enseñaron a odiar a los negros, una raza de perezosos y sinvergüenzas que si no la hacían a la entrada la hacían a la salida. Y así, a lo largo de su vida, toda su educación había sido siempre en contra de algo o de alguien, consejos para defenderse, para contraatacar, para no dejarse, para protegerse […] Odiar va creando una personalidad narcisista que se va anclando cada vez con mayor fuerza en el yo. Lo único importante es lo que me sucede a mí. Yo soy el centro del mundo. Yo tengo la razón. Nadie se da cuenta de la verdad, excepto yo. Nadie ha sufrido como yo. Es que nadie sabe por las que me ha tocado pasar a mí. Mi vida no ha sido cualquier cosa. Todo el mundo está muy mal, menos yo, que sí me doy cuenta de todo. Yo, yo, yo». Por esa visión, claro, «el sujeto no puede expandirse, explayarse, compartir, enriquecerse con las experiencias de los otros. Es difícil que pueda darse a los demás, entregarse, disfrutar de la generosidad. Por ende, cada vez estará más atrapado, más encarcelado, y su odio se irá agigantando también. Es un círculo vicioso que se retroalimenta cada día. Odiar debilita mucho». 
 
Así es. Estamos siempre confrontándonos hombres contra mujeres, fresas contra nacos, los de la derecha contra los de la izquierda, no-fumadores contra fumadores, los de un equipo de futbol contra los del otro, fanáticos de una religión contra los de otra y contra los gays y también contra los ateos. Este punto me parece interesante. En muchos casos, los creyentes fundamentalistas acumulan más cantidad de odio por centímetro cuadrado, porque están convencidos de que su Dios es el único y, por tanto, cualquier idea en contrasentido es una blasfemia: hay que convertir al de enfrente o, de plano, eliminarlo.                                                                                                                                 
Las palabras con las que cierra Mendoza me sacuden: «Darnos cuenta de esta educación perversa ya es un paso. Quizás el siguiente sea empezar a respetar y a estimar a aquéllos que, aunque sean diferentes en su raza, sus equipos de fútbol o sus creencias religiosas, pueden llegar a ser nuestros mejores amigos, nuestros socios o nuestras parejas. Quizás allá, en donde me enseñaron que era territorio enemigo, me está esperando alguien para darme un abrazo». Me cuesta creer que ese musulmán asesino pudiera ser mi amigo, que ese católico fanático o ese judío a ultranza quisieran darme un abrazo. Sí, los menosprecio, los rechazo por odiantes, me siento superior a ellos. En el fondo, aunque no tome un arma quizá no soy tan distinta.

 

Publicado por Julia Santibáñez

Me da por leer y escribir. Con alta frecuencia.

18 comentarios sobre “Odiar, la máxima debilidad

  1. Yo también rechazo a los odiantes. No me cuestiono si soy o no superior a ellos, o a decir verdad, creo que como ser humano sí. No concibo el odio, Julia, quizás porque nunca lo he experimentado en mí, y menos llevado a esos extremos. Pero sí toda mi repulsa a los intolerantes. No les quiero cerca, su ponzoña me encoge el corazón. Un fuerte abrazo.

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    1. Quizá no odio a los odiantes pero sí es verdad que no los soporto cerca, como dices. Lo que me conflictúa es que, justo, al intolerar a los intolerantes me acerco un poco a ellos. No sé, me pone mal.
      Abrazote confundido

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  2. Como decía un personaje conocido cuando le preguntaron, en aquellos años, sobre si asistiría a una manifestación contra la guerra de Vietnam. Dijo que, a una manifestación en contra de la guerra no iría, pero en cambio si iría a una en favor de la paz. Parece lo mismo, pero no lo es.
    El odio es lo opuesto del amor ¿realmente? ¿como hemos llegado a aceptar más facilmente uno que otro?

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    1. No sé cómo ha sido pero sin duda el odio tiene mejor cartel. Hace poco comentaba en este mismo blog que en México, y en el mundo sucede lo mismo, un asesinato o una masacre ocupan las primeras planas de un periódico, pero no vende celebrar «a ocho columnas» el sexo o hablar de amores, aceptados o heterodoxos (entre homosexuales, por ejemplo). Eso es malo, pecaminoso, debe hacerse a oscuras. Y ojo, no equiparo sexo y amor, pero me parece sintomático de lo que vivimos de cotidiano.
      Gracias por pasar mitomago. Un abrazo

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    1. No te cuestiono, tus motivos tendrás y si nadie entiende mi propio dolor de muelas, tampoco nadie puede saber cómo vive y sufre cada quien las cosas. Sólo espero que ese odio acérrimo no te desgaste más a ti que al objeto del mismo.
      Un abrazo, Salvela

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  3. Geniales y verdaderas esas palabras de ese señor que recoge Mendoza.
    Curiosamente tu reflexión de Atea se adelanta a mi propio pensamiento, que barruntaba un texto con el trasfondo de lo atacado que se siente uno por todas las religiones por no creer en dios, somos despreciados por unos y por otros con gran vehemencia.

    Besos.

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  4. Esos odiantes son irrecuperables, y me produce una enorme impotencia tener la certeza de que son tantos, porque si el mundo está lleno de gente que odia, que está convencida de que su punto de vista es el único válido, ¿qué futuro nos espera como especie? Lo he escrito varias veces, porque lo pienso así: la perdición de la humanidad es su incapacidad para comportarse como especie. Siempre con localismos, encerrados en lo nuestro, desconfiando, etiquetando, atacando a lo diferente.
    Quiero ser optimista, pero se hace muy difícil atisbar una salida a la rueda de violencia, injusticia e intolerancia que domina el mundo.
    Nos queda la palabra para no sucumbir en el empeño por sembrar la concordia.
    Un abrazo.

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    1. Sí, soy una convencida de que la palabra (y, en última instancia, el arte) nos pueden humanizar, como dices, sacarnos de la cerrazón mental y emocional de nuestro pequeño mundo de certezas, hacer que nos abramos a otras posibilidades igualmente válidas. No sé si realmente tenga razón, quizá es una mera fantasía ingenua, pero por ella apuesto.
      Abrazo fuerte.

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  5. Quizá, cuando dejemos de mirarnos, como rojos, negros, verdes, amarillos, balncos o gris, podamos reemplazar el odio, la segregación, la distorción, por una mirada que abrace al «ser humano» y no a su camiseta, caricatura o disfraz. Puedo estar de acuerdo o no contigo, pero eso no me hace superior, ni mejor, ni peor. Como decía Carlos Castaneda «dejar de darnos importancia» tal vez por ahí también comience la cosa.
    abrazote

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    1. Tocas un punto importante, Nélida, dejar de darme importancia implica asumir que no soy el ombligo del mundo, que no todo gira en torno a mí y, por tanto, los demás tienen el mismo derecho que tengo yo a pensar y sentir (distinto o similar). En papel suena muy bien y es fácil plasmarlo. Lo que nos cuesta un mundo es vivirlo.
      Abrazos

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