«[…] cuando después de saciarse de mí intempestivamente me abandonaba, yo pensaba entonces: soy su propiedad, su objeto, por eso prefiere despreciarme en vez de despreciarse, lo odio, pero me odio también a mí mismo, por responder con docilidad a sus deseos, esto me produce placer y cuando experimento el placer no sé no amarlo, por eso me odio […]».
Acabo de terminar Las puertas del paraíso, novela del autor polaco Jerzy Andrzejewski, en la imperdible traducción de Sergio Pitol (Conaculta/ Universidad Veracruzana). El libro, de 1959, aborda un hecho verídico del siglo XII: una expedición de niños franceses se dirigió a Jerusalén con la intención de liberar el sepulcro de Cristo de manos turcas. Por supuesto, la Cruzada de los Niños no llegó a su destino. Unos fueron secuestrados por traficantes de esclavos y vendidos en Egipto, otros se perdieron y murieron en tierras ajenas.
El tema es, de suyo, implacable, pero la amarga novela de Andrzejewski y cimbra por mucho más que eso: entrevera simultáneamente los testimonios de cinco chicos y de su confesor, un viejo que se debate en el conflicto ético de bendecir a los chicos y acompañarlos en su viaje imposible o detener lo que sabe que se convertirá en una masacre inútil. En los testimonios figuran temas universales como el deseo ciego, lo absurdo de la fe, el amor implacable y la muerte liberadora, la verdad que miente y el dolor que atraviesa la experiencia humana. Además, la traducción de Pitol es impecable, como siempre. Y otra particularidad estilística termina de hacerla impresionante: la novela entera consta de solamente dos frases, una que abarca 110 páginas y otra, de sólo cinco palabras.
Me resulta difícil describir una lectura que me conmovió tanto. Sólo atino a decir que me deja una hermosa piedra en la garganta.