
Si digo “necesito entrenar mi cuerpo” a nadie le llama la atención, pero si digo “necesito entrenar mi espíritu” me ven con suspicacia, extrañeza o franca burla. ¿Por qué? Si piernas, torso y brazos necesitan la constancia de una rutina para estar sanos y en forma, sin grasas antiestéticas, qué nos hace pensar que el espíritu no requiere un adiestramiento para enfrentar los altibajos de la vida sin quebrarse, para sacudir la grasa acumulada de las emociones negativas, las toxinas de la confusión mental y el ego. Pues sí, asumo públicamente que aunque necesito seguir trabajando mi cuerpo, me urge mucho más moldear mi espíritu.
Las contingencias diarias a veces me sacuden más de lo que quiero, me afectan más de lo que sería deseable. Ante hechos que no me gustan suelo construir historias (casi siempre, negativas): ésas sí me lastiman. El asunto está en fluir, en lograr que mi espíritu no sea mi rival a vencer, sino mi mejor amigo. Hasta ahora, la yoga y la meditación resultan el gimnasio más efectivo que he encontrado para ello. Y justo hoy, entre aparatos y caminadoras, mi entrenador/ autor me dejó esto:
“Nos esforzamos mucho para mejorar las condiciones exteriores de nuestra existencia pero, en resumidas cuentas, al que siempre le toca bregar con la experiencia del mundo es a nuestro espíritu, y lo traduce en forma de bienestar o sufrimiento. Si transformamos nuestro modo de percibir las cosas, estamos transformando la calidad de nuestra vida. Y este cambio es el resultado de un entrenamiento del espíritu denominado ‘meditación'”.
Matthieu Ricard, El arte de la meditación, Urano
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